Tres

184 11 0
                                    

En cuanto oye el ruido —y lo identifica casi inconscientemente como algo ajeno a los crujidos de la casa, el viento que sopla contra la buhardilla o la vibración de la caldera—, Brian se incorpora y se sienta en el borde de la cama.

Ladea la cabeza y aguza el oído. Suena como si alguien rascase algo, o tal vez como un retal de tejido al desgarrarse. El primer impulso de Brian es llamar a su hermano. Philip sería el que mejor se las apañaría en una situación así. Podría ser el niño, por el amor de Dios... o algo peor.

Pero se lo piensa mejor y se reprime. ¿Otra vez acojonado, como siempre? ¿Otra vez acudiendo a su hermano? ¿A su hermano pequeño, para colmo? ¿Al mismo al que llevaba de la mano camino del colegio todas la mañanas cuando ambos iban a primaria en el condado de Burke? No, joder. Esta vez no. Esta vez, Brian iba a echarle huevos.

Inspira profundamente, se vuelve y busca la linterna que había dejado en la mesita de noche. La encuentra y la enciende. El haz de luz cruza la habitación a oscuras y proyecta un halo de luminosidad plateada en la pared opuesta. «Solos tú y yo», piensa Brian mientras se pone de pie.

Tiene la cabeza fría y los sentidos alerta.

La verdad es que ponerse de acuerdo aquella noche con su hermano le había sentado estupendamente; la mirada de Philip parecía decir que tal vez Brian no fuera un caso perdido, a fin de cuentas. Había llegado el momento de demostrarle a Philip que lo de la cocina no era un farol. Podía resolver la papeleta igual de bien que él.

Se acerca a la puerta sigilosamente.

Antes de salir, coge el bate de béisbol metálico que había encontrado en el cuarto de los niños.

Los crujidos se oyen con mayor claridad en el pasillo cuando Brian se detiene debajo de la trampilla del desván, que no es más que una portezuela remozada incrustada en el techo del rellano de la segunda planta. El resto de las habitaciones que dan al pasillo, en el que resuenan los ronquidos de Bobby Marsh y Nick Parsons, se encuentran al otro lado del descansillo, en la parte este de la casa, fuera del alcance del ruido. Por eso Brian es el único que lo está oyendo.

Una tira de piel cuelga a suficiente altura para que Brian salte y se coja de ella.

Tira de la trampilla de apertura mecánica y se despliega una escalera en acordeón que produce un chirrido metálico. Brian alumbra el oscuro pasadizo con la linterna. Las motas de polvo flotan en el haz de luz. La oscuridad es impenetrable, opaca. El corazón le late desbocado.

«Menudo cagón de mierda —piensa para sí—. Métete ahí de una puñetera vez.»

Sube la escalera con el bate de béisbol bajo el brazo y la linterna en la otra mano y se detiene al llegar arriba. Ilumina un gran baúl con pegatinas del Parque Estatal de Magnolia Springs.

Brian huele el hedor pútrido de la naftalina y la humedad. El frío otoñal se ha filtrado en el desván por las juntas del tejado. Nota la gelidez del aire en la cara. Tras unos instantes, vuelve a escuchar los arañazos. Proceden de algún lugar indeterminado entre las sombras del desván. Brian siente la garganta tan seca como el desierto cuando alcanza la puerta. El techo tan bajo que se ve obligado a ir encorvado. Va en ropa interior y tiembla como un flan; Brian quiere toser pero no se atreve.

Los arañazos cesan. Y vuelven a empezar, vigorosos y rabiosos.

Brian levanta el bate. Se queda muy quieto. Está descubriendo de nuevo toda la mecánica del miedo: cuando estás muy, pero que muy asustado, no tiemblas como en las películas. Te quedas quieto, como un animal erizado.

Sólo después empiezas a temblar.

El haz de la linterna recorre lentamente los sombríos nichos del desván, los despojos de los acaudalados: una bicicleta estática cubierta de telarañas, una máquina de remo, más baúles, pesas, triciclos, cajas de ropa, esquís acuáticos, una máquina de pinball cubierta de polvo. Los arañazos se detienen de nuevo.

The Walking Dead: El GobernadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora