Diez

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Philip se aproxima con cautela desde el lado opuesto de la calle con la Ruger 22 en la mano, amartillada y lista, pero sin levantarla. Los demás lo siguen en fila india con la cara en alto, los ojos abiertos como platos y preparados para cualquier sorpresa.

La chica del otro lado de la calle los llama con siseos muy bajos.

—¡Venga, daos prisa!

Aparenta veintitantos años, o tal vez treinta, y tiene una larga melena rubia, más oscura que clara, recogida en una coleta muy ajustada. Viste unos vaqueros y un jersey ancho de punto con tantos lamparones y salpicaduras rojas que son visibles incluso desde la distancia a la que les hace señas con un revólver de calibre pequeño, quizá un 38 de la policía, que sacude como si fuera un bastón de controlador de pista de aterrizaje.

Philip se pasa la mano por la boca, pensativo y cansado, y trata de establecer una línea visual con la mujer.

—¡Venga! —grita ésta—. ¡Nos van a oler!

Es evidente que está ansiosa por hacerlos entrar, y lo más probable es que no les suponga ninguna amenaza. Por la forma en que zarandea el arma, a Philip no le sorprendería que no estuviese siquiera cargada. Grita de nuevo:

—¡Y que no os vea entrar ningún mordedor!

Philip desconfía y actúa con precaución. Se para en el bordillo antes de cruzar la calle.

—¿Cuántos sois ahí dentro? —vocifera.

Al otro lado de la calle, la mujer profiere un suspiro de exasperación.

—¡Por el amor de Dios! Os ofrecemos comida y cobijo, ¡vamos!

—¿Cuántos?

—¡Dios! ¿Queréis ayuda, sí o no?

Philip aprieta la mano en torno a la Ruger.

—Antes vas a responder a mi pregunta.

De nuevo un suspiro de nerviosismo.

—¡Tres! ¿Vale? Somos tres. ¿Contento? Es vuestra última oportunidad. Si no venís todos ahora mismo, volveré adentro y os quedaréis hasta el cuello de mierda.

—Tiene un ligero acento de Georgia, pero en su voz hay también una gran ciudad.

Puede que tenga incluso un poco del norte.

Philip y Nick intercambian miradas. El coro distante de gemidos oxidados se acerca con el viento como una tormenta inminente. Brian se vuelve a ajustar el peso de Penny en la espalda y mira con preocupación hacia el extremo de la manzana que han dejado atrás.

—¿Qué otras opciones hay, Philip?

—Estoy de acuerdo con él, Philly —susurra Nick en voz muy baja y tragándose sus miedos.

Philip mira de nuevo al frente, hacia la chica.

—¿Cuántos son hombres y cuántas mujeres?

Ella le responde a gritos:

—¿Es que quieres que te rellene un cuestionario? Yo vuelvo adentro. Que tengáis suerte... ¡Os hará falta!

—¡Espera!

Philip les hace a los demás un gesto de asentimiento y éstos lo siguen con cautela hacia el otro lado de la calle.

—¿Alguno lleva tabaco? —pregunta la mujer que encabeza el grupo cuando entran en el vestíbulo exterior del edificio y aseguran la puerta con un travesaño improvisado—. Casi no nos quedan ni colillas.

Está un poco hecha polvo; tiene cicatrices en la barbilla, cardenales en un lado de la cara y un ojo tan enrojecido que parece haber sufrido una leve hemorragia. Quitando esas menudencias, Philip la encuentra bastante atractiva. Tiene los ojos de color azul aciano y la piel tostada como una granjera: belleza sencilla y nada artificial. Pero por la ligera inclinación desafiante de su cabeza y las curvas más que generosas que oculta su ropa ancha, da la impresión de ser una madre natural, y no hay que meterse en líos con las madres naturales.

The Walking Dead: El GobernadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora