Primera Parte: Los hombres huecos

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                                                 No hay nada glorioso en morir. Todo el mundo puede hacerlo.

                                                                                                                                        JOHNNY ROTTEN


                                                                                          Uno


Brian Blake, acurrucado a oscuras, rodeado de humedad, con el miedo atenazándole el pecho y un dolor punzante en las rodillas, piensa que si tan sólo tuviera otro par de manos podría taparse los oídos y tal vez mitigar el ruido que hacen las cabezas humanas al ser aplastadas. Desgraciadamente, Brian sólo tiene dos manos y ahora mismo las necesita para taparle las orejas a la niña que tiene al lado, dentro del armario.

La niña, de siete años, no deja de temblar entre sus brazos, se estremece con cada ¡chas! que se produce fuera de forma intermitente. Y luego viene el silencio; sólo se oye el ruido de las pisadas pegajosas en el suelo cubierto de sangre y una oleada de susurros crispados procedente del vestíbulo.

Brian tose otra vez. No puede evitarlo: lleva días luchando contra ese condenado catarro, esa molestia obstinada que no logra quitarse de encima y que le afecta las articulaciones y le provoca sinusitis. Le pasa todos los años en otoño, cuando llegan a Georgia los días fríos, húmedos y sombríos. La humedad le cala los huesos y absorbe toda su energía, le roba el aliento. Y ahora nota la penetrante puñalada de la fiebre cada vez que tose.

Un nuevo ataque de tos lo obliga a doblarse con un movimiento seco. Resuella mientras sigue presionándole las orejas a la pequeña Penny. Sabe que con tanto ruido atrae la atención de todo lo que hay al otro lado de la puerta del armario, por los rincones de la casa, pero no puede hacer nada. Al toser, ve estelas de luz, minúsculas filigranas de fuegos artificiales que surcan sus pupilas ciegas.

El armario, de apenas metro y medio de ancho por uno de fondo, está oscuro como un pozo y apesta a naftalina, heces de rata y madera vieja. Hay unas fundas de plástico para abrigos colgadas que en la oscuridad le rozan la cara. Su hermano menor, Philip, le dijo que podía toser en el armario. Que ahí dentro podía toser todo lo que le saliera de los cojones, aunque atrajera a los bichos. Pero que más le valía no pasarle el catarro a su niña. De lo contrario, Philip le abriría la cabeza.

El ataque de tos pasa.

Instantes después, nuevas pisadas torpes que alteran el silencio en el exterior del armario: otra de esas cosas muertas que entra en la zona de matanza. Brian le aprieta más las orejas a Penny, que se estremece ante otro movimiento de la Sonata del Cráneo Aplastado en Re menor.

Si tuviera que describir el barullo que le llega desde fuera de su escondite, Brian Blake se remontaría a los días en que tuvo una tienda de música que fracasó y diría que las cabezas que reventaban sonaban como la sinfonía de percusión que seguramente tocarían en el infierno: como un ocurrente descarte de Edgard Varèse o un místico solo de batería de John Bonham, con versos y estribillos que se van repitiendo... La pesada respiración de los humanos, las pisadas arrastradas de otro cadáver semoviente, el silbido de una hacha, el golpe seco del acero al hundirse en la carne...

Y un final apoteósico: el ¡plaf! del peso muerto, húmedo, contra el parquet pringoso.

El cambio de ritmo en la acción le produce otro escalofrío febril que le recorre la espalda. Vuelve a hacerse el silencio. Ahora que los ojos ya se le han acostumbrado a la oscuridad, Brian distingue el primer reguero de espesa sangre de arteria colándose por debajo de la puerta. Parece aceite de motor. Aparta suavemente a su sobrina del charco que se extiende y la coloca junto a las botas y paraguas alineados a la pared del fondo.

The Walking Dead: El GobernadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora