Los transbordadores se fueron llenando asiento por asiento, como la platea de un teatro. La función que iban a presenciar los convertía en público y elenco al mismo tiempo. La ignición de los motores no se hizo esperar; no hubo ni siquiera una emocionante cuenta atrás. Mary se había sentado donde le habían indicado, y alcanzaba a ver con algo de dificultad a Gineth, que parecía muy nerviosa, con la mirada perdida en los monitores informativos. En ellos, una señorita de sonrisa perenne indicaba cómo abrocharse los cinturones, así como la posición a adoptar en el respaldo. No hablaba sin embargo de qué hacer en el caso de posibles emergencias. No cabía posibilidad de error. Era una misión única. No habría otra igual, por lo que no se podían permitir el lujo de generar dudas o pánico en los viajeros.
Las naves subieron alto, muy alto, y cruzaron el telón que les impedía ver el espacio invadido de estrellas. Mary pensó equivocada que aquel viaje sería más movido, como un viejo tren a punto de descarrilar. Pero las vibraciones fueron más que soportables. Incluso tuvo tiempo de acordarse de su granja, y dudó de si se había dejado el grifo del baño abierto.
Antes de darse cuenta la ingravidez se hizo realidad, mientras seguían aproximándose a la nave nodriza.
Una voz femenina lanzó un aviso por megafonía: «Por favor, no se desabrochen los cinturones. Llegaremos en una hora. Esperen indicaciones. Gracias.» Mary Ackerson no era tan paciente como aquella voz imploraba.
Miró a un lado, al otro, ¡la gente hacía caso! No podía creerlo. Chistó a su amiga:
-Gineth..., ¡Gineth!
La joven escuchó a Mary, e intentó girar la cabeza desde su sitio para escucharla.
-Hola. ¿Qué tal el viaje? -preguntó Gineth.
-He montado caballos con más temperamento que este cacharro. Gineth rió.
Las dos esperaron un rato en silencio, aburridas. Minutos después, una voz susurró algo al oído de Gineth:
-Hola de nuevo... Gineth se giró asustada.
-¡Mary! ¿Qué haces aquí? ¡Te has soltado!
-No aguanto estar atada. ¡Hala!, y tú tampoco lo aguantas..., ¿verdad? Se escuchó un «clic» y los cinturones de Gineth flotaron.
-No, no, no... yo no voy.
-Sí, ven, que sé dónde está el chico del empujón...
-¿Sí? Digo..., no, no voy. Nos echarán de aquí.
-Sí, seguro que dan media vuelta para dejarnos en tierra firme. Dame la mano.
Gineth no tuvo otra posibilidad que acceder y volar con ella como dos pompas de jabón, por encima de las cabezas del resto de pasajeros, que admiraban en silencio su rebeldía.
-Es una sensación extraña, ¿eh? -dijo Gineth.
-Sí, nunca me había sentido tan ligera..., aunque yo parezca un cachalote y tú un delfín -rió Mary.
Nadaron por el aire unos metros más.
-Mira a quién tenemos allí abajo -masculló Mary.
Era él. Gineth tragó saliva e intentó seguir su camino. Mary, sin embargo, agarró su mano y la hizo descender.
-Perdone -le dijo Mary a la mujer que el chico tenía a su lado-, ¿le importaría cambiarnos el asiento por el de mi amiga?
-Señorita, esto no es un avión, no nos permiten hacer eso -contestó la mujer de mediana edad, sin apenas dirigirle la mirada.