Capitulo 6

126 7 0
                                    

Todos y cada uno de los navegantes espaciales eran vigilados con detalle. Ellos no lo apreciaban, pero así era. Cámaras y micrófonos eran testigos de sus nuevas vidas, de sus rutinas, de sus alegrías y de sus penas. Como ya les habían advertido, tenían cinco meses para escupir su talento al exterior. De aquel proceso de selección saldrían diversas ocupaciones a las que atenderían una vez llegados a Marte. Pero no siempre sacar lo mejor de uno mismo era algo inmediato o carente de esfuerzo. Todos debían enfrentarse a diversas disciplinas, desde la aritmética simple a la química compleja, o incluso a tareas más terrenales como, simplemente, coser.

Un grupo de auditores redactaría informes a posteriori para que la cúpula de Stafford Research decidiera el piso que cada uno ocuparía en la pirámide empresarial de la compañía.

-¿Cuánto queda para salir? -preguntó Gineth.

-Poco. Deja que termine estas operaciones, casi tengo el balance final...

-¿Cómo sabes tanto? Pensé que una granjera sólo...

-...sabría ordeñar vacas y dar de comer a los cerdos.

-Bueno, sí, tampoco te molestes.

-Gineth, después de ordeñar hay que contar los litros, venderlos y pagar algunos impuestos, ¿sabes? Si no supiera de nada, nada tendría y la granja se hubiese ido a pique.

-De verdad, Mary Ackerson, me haces sentir mal. Las dos tenemos veinte años, y yo lo máximo que he conseguido ha sido... trabajar en un supermercado.

-No está mal -dijo Mary sin atenderla demasiado-, es posible que vendieses algunos litros de leche de la granja Ackerson sin saberlo.

-Perdonad -les chistó otra joven-, me estáis desconcentrando...

-Perdón -se disculpó Gineth, volviendo a sus cuentas-. Bah, esto es imposible...

-¡Terminé! -exclamó Mary a baja voz, a la vez que se levantaba.

-Cómo te odio, Ackerson...

Mary le devolvió el gesto entornando sus ojos, con una sonrisa vencedora. A los pocos minutos, el tiempo para el examen terminó, Gineth entregó su balance lleno de corazones y estrellitas, y corrió al exterior.

-Vamos, Mary, todavía tenemos tiempo...

-¿Tiempo para qué? -preguntó a la vez que era arrastrada de la mano.

-Para ver a Thomas.

-Ah, genial, me hace una ilusión tremenda... -masculló Mary.

-Ya sabes que me da vergüenza ir sola.

-Vale, iré... Llegaron al gimnasio. Gineth encontró a Thomas con la mirada y comenzó a calentar. Mary simuló hacer unas flexiones.

-Aquí apesta a sudor -dijo Mary-. He estado en establos con mejor olor.

-Pero mira esos músculos -le susurraba Gineth entre leves jadeos, que Mary no sabía si eran consecuencia del calentamiento o del sobrecalentamiento de su amiga.

-¿Qué hace aquí toda esta gente? -se preguntaba Mary-. ¿Acaso hay olimpiadas en Marte?

De repente, entró en el gimnasio la misma mujer que les acababa de chistar hacía unos minutos en la clase de cálculo. Todos los hombres quedaron prendados de sus movimientos en el banco de abdominales. Su cuerpo perfectamente definido por aquellas mallas ceñidas se estiraba y comprimía, tensando sus muslos y proyectando su pecho al aire.

-Lo tengo claro, Gineth, muy claro. En cuanto llegue a Marte voy a poner una granja de babas -ironizó Mary-. Gineth, ¿adónde vas? ¡No me dejes sola al lado de ésta, que vamos a parecer el antes y el después de un anuncio de pérdida de peso!

Gineth había atrapado en su mirada azul al bueno de Thomas, que en lugar de perder el tiempo en imposibles sueños húmedos admirando lo imposible, había hecho realidad el anhelo de encontrar alguien con quien hablar. Él se secó la frente con una toalla, y después el cuello. Desde lejos, Mary intentó leer en los labios de Gineth su atrevido acercamiento. No lo podía creer, le estaba pidiendo consejo para hacer ejercicios. Thomas la llevó hasta un banco de pesas. Gineth se tumbó. Él se situó detrás de ella, a la altura de su cabeza. Puso una barra sin pesas en los enclenques brazos de Gineth, que sólo decía:

«¿Así está bien?» Él sonreía y le indicaba cómo hacerlo mejor. «En algunos estados eso que hacen sería ilegal», pensó Mary. Como vio que Gineth estaba en muy buenas manos, y que sudar sin sentido no era precisamente lo suyo, Mary decidió darse una ducha en los vestuarios del gimnasio.

Las duchas en la nave nodriza no eran de agua caliente y jabón. No. Una sustancia pulverizada limpiaba la piel sin dejar suciedad o impurezas. Su olor era más que agradable, e invitaba a quedarse un tiempo allí.

Mary cerró los ojos y apoyó sus manos sobre la pared alicatada. Algo la despertó. Era la diosa de antes:

-Perdona, no era mi intención molestar.

-No molestas -dijo Mary despertando-. Ya terminé.

-El profesor parece entusiasmado contigo. Mary detuvo su camino al vestuario.

-¿Eres Ackerson, verdad?

-Sí, la misma que viste y calza. Bueno, no ahora..., me refiero a cuando estoy vestida y... calzada.

-Yo soy Angie Dickinson. Encantada.

Ambas se estrecharon las manos.

-¿Puedo preguntarte qué se te ha perdido en Marte? -preguntó Angie.

-Nada... y todo, supongo. ¿Y a ti?

-Es una tierra nueva, y una es ambiciosa por naturaleza, no voy a negarlo. Llevo preparando cuerpo y mente durante mucho tiempo para entrar con buen pie en la compañía Stafford.

-El tema del cuerpo lo tienes ganado -le dijo Mary mirándola de arriba abajo.

-Pues te aseguro que de tonta no tengo nada tampoco.

-Me alegro por ti, buena suerte.

-No te alegres, no es necesario. Quizás tengamos que competir en algún momento.

-Verás, Angie. Yo no soy de competir. Quizás sí de esforzarme, pero no para pisarte a ti o a nadie. Lo que venga será por mi trabajo, no por una sonrisa o un pantalón ajustado. Si tienes ganas de pisarme, adelante, hazlo, no pienso impedírtelo, pero ten claro que una mala hierba siempre vuelve a crecer donde menos te lo esperas.

Mary levantó sus cejas a modo de amenaza peliculera, y después se rió mientras se iba.

-Menuda cara se te ha quedado... -le dijo Mary carcajeándose-. Bromeaba, tan sólo bromeaba. Competir, dice... ¿dónde te crees que estamos?

Esa noche, que no se sabía si realmente lo era pues no existían puestas de sol en aquel punto del universo, Mary se reclinó con su almohada sobre la pequeña claraboya de su cuarto. Las estrellas parecían acompañar su viaje. A veces le entraba el miedo al pensar lo minúsculos que eran en comparación con la inmensidad del espacio, y entonces buscaba entre sus recuerdos momentos de paz y tranquilidad. Pero, curiosamente, esos pensamientos se veían invadidos siempre por un visitante inesperado. Le extrañaba que cada recuerdo se entrelazara con la imagen de aquel hombre de presencia tan varonil que cegaba todo aquello que su mente imaginaba. No le conocía, pero sin embargo deseaba hacerlo, no veía el momento de encontrarse con él cara a cara. Sin embargo, sabía que él nunca se fijaría en alguien como ella, y buscaba razones para odiarle sin conocerle. Pero no las encontraba, y se dormía con una tonta sonrisa de deseo esperanzado.

A❤Marte-Iván HernándezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora