CAPITULO III: Mi amor

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Tuve que dejar la escuela a los doce, ya no tenía sentido ir al colegio, leía horriblemente, confundía los sonidos y quedaba en ridículo ante todos mis compañeros, ni hablar de las matemáticas, jamás entendí aquello que era distinto a las cuatro operaciones básicas. Recuerdo que el último día que asistí a clases, fue cuando el grupo de chicos de siempre me botó por las escaleras. Mi cabeza se partió y botaba sangre por montones, terminé en el consultorio médico del barrio, con un parche en la mollera y un dolor de cabeza debido a los constantes reproches de mi papito, quien no podía entender cómo era tan tarado para dejarme molestar por el resto. Ahí me di cuenta que no valía más la pena, que no aprendería más porque simplemente soy un retrasado, además solo servía para ser el centro de las burlas.

Así, comencé a trabajar en todos aquellos empleos que los estudiantes suelen hacer. Repartía folletos de cuánta tienda decidiera contratarme, ayudaba a los conductores de autobús a cortar los boletos, ya que en aquella época, hace más de quince años, todavía se solía pagar con dinero. Sin embargo, el trabajo que siempre recordaré es aquel que desempeñé en un supermercado, empacando las mercaderías de los compradores. No me alegro al acordarme debido al buen trato, en realidad es por la presencia de alguien, de un chico, quien sin siquiera saberlo se convirtió en mi primer amor, el primero y el único hasta el momento.

Era alto, de una espalda amplia como nadador profesional, su cabello negro resplandecía ante los rayos del sol y su piel clara iluminaba mis pupilas cada vez que le tenía cerca. Parecía un verdadero palo, tan grande y a la vez delgado, sus facciones eran delicadas, como si hubiera salido recién de la niñez, cuando ya tenía diecisiete. Al principio me conformaba con verle bromear junto a sus compañeros de trabajo, los mismos míos, porque nunca me atrevería a platicarle, la voz simplemente no me funcionaría. En mi mente cree mil historias románticas, sacadas de las más populares novelas rosas.

Su nombre era Alberto, aquel delicioso sonido que repetía en mi mente infinitamente antes de dormirme. Ni siquiera debía caer en los encantos de Morfeo para poder soñarle. Junto al mar, aquella preciosa cantidad de agua que ni siquiera ahora conozco, corríamos alegremente, jugando y escapando de nuestros corazones embelesados. Al salir del trabajo, yo me iría solo a mi casa como es costumbre, tan solo que a mitad de camino me daría cuenta que alguien me persigue. Me sorprendería al saber que era él y que tan nerviosamente me confesaría su amor. Jamás soñé que me besaría, eso ya era demasiado para mi imaginación, tan solo me derretía con la idea. Todo un mundo de vivencias y encantos que él nunca experimentó, porque todo era una ilusión, un juego dentro de mi mentalidad enferma.

-¿Por qué siempre andas solo? ¿Acaso te da miedo la gente?- Fueron las primeras palabras que me dirigió. Como era obvio, solo tartamudeé intentando responderle. ¿Cómo podía imaginar que un ser tan perfecto se fijaría en mí? ¿Qué sabría él de cuánto temor me daba el rechazo? Se río ante mi nerviosismo y sin decir más, sin siquiera preguntarme, me llevó con su grupo de amigos para integrarme. Nunca nadie había hecho algo así por mí, todos me evadían. En ese momento, cuando sus manos rozaron mi espalda al guiarme hasta sus camaradas, supe que ese amor jamás se borraría de mi corazón. Él había obrado más que cualquier otro ser en este mundo y premio a ello, tendría mi eterna devoción. Esa que hasta el día de hoy permanece.

Sin darme cuenta, logré hablar con propiedad ante Alberto. Se me volvió costumbre escuchar todo aquello que ocurría en su vida, la mía era monótona y vacía, por lo que me conformaba al escuchar sus quejas, sus sueños y sus emociones. Todo en él me atraía, me pasaba horas escuchándole con atención, alimentando mi amor con sus palabras. –No puedo creer que te hayas convertido en mi mejor amigo... Nunca nadie se había tomado la molestia de escuchar mis estupideces. Eres la persona en quién más confío. ¿Sabes amigo? Te quiero como si fueras mi hermano pequeño.- Sentí mis piernas tambalear. Él me quería, alguien aparte de mis papitos sentía algo por mí y aunque no fuera igual a mi ferviente pasión, me sentía eternamente agradecido con su generosidad. Sonreí un mes entero tras aquella revelación.

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