CAPITULO ESPECIAL I: Andrés

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Bueno, es complicado hablar de mi vida, porque buena parte de ella ni siquiera me pertenecía, no era yo quien guiaba mis pasos, era otra entidad quien cubría mi ser, quien me escondía de todas las amenazas del mundo exterior. Nací con el nombre de María, el mismo que mi difunda abuela, esa que siempre deseó que yo fuera una señorita de bien, que encontrara al hombre de mi vida y que tuviera muchos hijos. El anhelo de mis padres no era muy distinto y me recalcaban siempre, buscando que me lo aprendiera a la fuerza, para ver si así les hacía caso. –No te sientes así, pareces un hombre... Debes caminar más delicadamente... La gente siempre se burla de nosotros, dicen que eres marimacho...- Son las cosas que mi madre decía a diario, mientras me iba a dejar al colegio, cuando salíamos a comprar al supermercado, en cada ocasión, a cada momento, como un alma en pena atosigándome y dejándome en claro que nunca me dejaría en paz. –Te amo y lo hago por tu bien. Estás perdida y debes volver a tu camino...- Se excusaba cada vez que se excedía. Las veces en que me abofeteaba, cuando me gritaba en público, humillándome sin recordar que era su hijo.

La peor etapa fue la adolescencia, esa que acabo de enterrar en la madurez de mi cuerpo. Comencé a transformarme, a tomar una forma que siempre detesté. Mis pechos crecieron, se hacían notar debajo de mis poleras y por más que me fajase, ya no podía ocultarlos. Las caderas se expandieron, aparecía en el reflejo del espejo una imagen extraña, de una desconocida que no quería ver. Yo no era ella, por más que escondiera los cambios, ellos siempre se la ingeniaban para sobresalir, para hacerle decir a la gente "ya eres toda una señorita", "que guapa chica... deben haber muchos chicos interesados en ti..." Y un sinfín de frases eternas, venéreas e insolentes que me carcomían, destruían la poca confianza que lograba al disfrazarme.

Imaginaba que la pesadilla se detendría, que en algún momento podría descansar de esa tortura, solo que empeoró día tras día, hasta aquella infernal mañana en la que desperté asustado. Me sentí sucio, apestaba como si jamás me hubiera bañado y todo mi cuerpo se sentía pesado, lo que tenía entre mis piernas no era más que una mancha rojiza, un charco de sangre que selló mi desgracia. –Debes estar orgullosa, ya eres toda una mujer.- Recuerdo que mi madre me felicitó, estaba dichosa porque su única hija por fin daba señales de normalidad. Estoy seguro que imaginó que sus plegarías se habían cumplido, que con la menarquia me convertiría en una muchacha delicada, recatada como siempre deseó. Su felicidad me destruía por dentro y es que para mí era una pesadilla, el golpe más fuerte que la naturaleza me había dado, la demostración que por más que batallara, siempre perdería.

Ha habido dos voces en mi cabeza, dos fuerzas opuestas que intentan volverme loco. Una de ellas me aconseja, insiste en que soy igual al resto, que soy una mujer y que puedo comportarme como tal, conocer chicos y enamorarme de ellos. -¿Cómo sabes que no te gustan si no has estado con ninguno?- Es lo que siempre me preguntaba, enquistándome al punto de enloquecerme. Esa misma voz es la que me guiaba a unirme con chicas, a jugar a las muñecas cuando siempre creí que todo ello era soso. En la adolescencia insistiría tanto, que caería en sus mentiras y cometería los peores errores, esos que todavía hoy en día me atormentan.

Mientras esa fuerza me aquejaba, había otra más poderosa, que iba y venía como un relámpago, amenazando la supuesta tranquilidad que lograba a ratos. Ella me decía que no había nada malo en ser diferente, que no podía luchar contra lo que ocurría en mi interior, porque eso era precisamente lo que era. -¿Has probado caca? ¿Cómo sabes que no te gusta?- Aparecía para salvarme, para defenderme de la otra voz que siempre me atacaba. Cuando era más pequeño, le temía a esta insurrección, llegué a pensar que eran las palabras del diablo, quien quería llevarme al pecado y con ello al infierno. Cada vez que la sentía, intentaba de alejarla, de olvidar sus consejos creyendo que eran la peor decisión.

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