CAPITULO XII: El dolor de la verdad

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Los pasillos del hospital son dolorosamente fríos, tan blancos y eternos, tal como un interminable laberinto que quisiera retenerte por siempre. Mi papito entró en extrema gravedad, su vida pendía de un hilo. Detrás de los paramédicos, corrí desesperado con tal de no dejar de ver sus facciones pálidas, envueltas en esa sangre que se esparció por la calle. A cada lugar que mis ojos veían podía encontrar a un enfermo, incluso en las salas de espera y en esos pasillos gélidos. Mientras la consulta del doctor Eguiguren era inmensa, limpia y jamás congestionada, esa institución de salud pública está siempre atestada en gente, unos gimen enfermos mientras que otros les lloran desesperanzados. Contemplé el último respiro de una anciana que agonizó esperando por atención, como también a un pequeño que no dejaba de llorar producto de una fractura de brazo, esa que ningún médico quería tender ya que no era gran cosa en comparación con otros pacientes. No me dejaron entrar a la Unidad de Tratamientos Intensivos, ninguna persona sin autorización puede ingresar y tuve que sentarme fuera de esas puertas de vidrio envejecido, afligido y desesperado, solo con la esperanza de escuchar una respuesta oportuna.

Las horas pasaron y nadie sabía nada de mi papito. –Lo siento, no puedo informarle sobre el paciente... Deberá esperar por el doctor...- Es lo que una y otra vez me decían las enfermeras, como un rezo que le obligaban a repetir tras cada pregunta insistente. Estuve solo durante todo un día, sin comer ni beber agua, nada podía transitar por mi garganta, era demasiada la angustia. Siempre creí que al saber que uno de mis padres estuviera enfermo, sucumbiría ante las lágrimas, lloraría descontrolado al saber que podría perderles. Solo que eso no ocurrió, por una extraña razón me sentía perdido, tal vez mi cuerpo se encontrara en el hospital, solo que mi alma estaba vagando en la nada, sin encontrar un rumbo que seguir. Es como si mis sentimientos se hubieran esfumado y solo quedaran mis huesos recubiertos de carnes. No podía pensar en la razón por la cual nadie me visitaba, en por qué mi mamita no se atrevía a esperar por la recuperación de su esposo, pero por sobre todo, no conjeturaba sobre la ausencia de Leandro, quien se suponía quererme con locura.

Tal vez fue mejor de esa manera, y es que sin nadie con quien conversar, el letargo de mi agonía se extendió hasta el momento en que me revelaron los resultados de los exámenes. –Lamentablemente las lesiones en la columna vertebral de su padre son irreparables... Ahora debemos ver cómo se recupera de ellas, pero debemos ser sinceros... es muy poco probable que don Carlos no quede con secuelas. En el mejor de los casos, quedará impedido de caminar... en el peor de ellos... en estado vegetativo.- El profesional me llamó a su despacho, hizo que me sentara frente a su escritorio y fue directamente al grano. Podría haberme dicho que mi papito acababa de fallecer y yo no hubiera reaccionado, escuché detenidamente y comprendí una que otra cosa que el hombre trataba de explicarme, solo que no le di el debido peso. Ahora que lo pienso, quizás fui yo mismo quien me protegí, quien se escondió en lo más profundo de su ser para escapar de la realidad, tal como lo hacía en mi infancia con Alberto. Prefería creer, inconscientemente, que todo era una película, una novela que veía por televisión, ajena a mi realidad y que acabaría más temprano que tarde. Sin embargo, no podía escapar de la verdad para siempre.

Tras saber la verdad, el médico me recomendó que fuera a casa, que descansara un poco y regresara al otro día para saber si mi papito había despertado por fin. Le hice caso, tomé el autobús, me fui junto a muchas otras personas. Vi directamente por la ventana, contemplé los hogares pequeños, las paredes de madera, los jardines sin césped, las plazas sin árboles, los mendigos durmiendo a la intemperie, la pobreza en cada rincón del barrio donde vivo, y entre todo ello, un padre subió a sus hombros a su hijo. No, no vino a mi mente el recuerdo de mi papito haciendo eso conmigo, jamás ha sido tan cercano, solo que el hecho de ver allí afuera, a un ser humano tan parecido a por quien sufro, logró lo que hace tiempo no podía. De pronto estaba en el piso del autobús, con el pecho contraído, las extremidades debilitadas y el rostro completamente mojado. Lloré sin importarme que el resto me viera, sin percatarme que todos escuchaban mis sollozos. –Pase lo que pase, todo tiene su fin... No te aflijas, porque en un algún momento tendrás que ver el sol. Aunque te cueste encontrarla, la felicidad se compra con tristeza...- Escuché frente a mí, a la vez que una anciana me ofrecía un abrazo.

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