Nací en lo más profundo de las montañas, lo primero que recuerdo es el aroma que despedía la cocina de mi madre, esa que se llenaba de humo cada vez que encendía la estufa. Fuimos ocho hermanos, once en realidad, solo que tres murieron cuando solo eran bebés. Mi madre nos educó a todos, nos alimentó y cuidó como mejor pudo, aun cuando la comida escaseaba y es que mi padre era un simple peón de fundo. A él le recuerdo cansado, siempre ofuscado y es que tener que trabajar de sol a sol, no es la mejor vida para nadie. Cuando niño le temía, siempre era él quien me golpeaba con su cinturón, el que me regañaba por cualquiera error mínimo que cometía. Mientras fui creciendo, comencé a darme cuenta lo mucho que se sacrificaba por nosotros. Si no hubiese sido por él, no hubiéramos tenido qué comer. Es extraño, pero ahora que lo pienso, él ha sido mi más adorado héroe, aquel a quien quise imitar. Tuve suerte de tenerle, de recibir sus retos y es que si lo hacía, no era por gusto, sino que por amor, lo único que quería era que me convirtiera en un hombre de bien.
Lamentablemente mi viejo no vivió mucho. Cuando yo tenía quince, murió de pronto, dejándonos desolados y a la deriva, perdidos en el mundo del cual él siempre trató de protegernos. Mis hermanos mayores y yo tuvimos que dejar la escuela para comenzar a trabajar ahí, en el mismo lugar donde él se ganó nuestro pan. El sol quemó mi piel sin piedad, resecó mi cuerpo, pero por sobre todo, curtió mi alma. Es extraño estar agradecido de aquello que por toda mi adolescencia fue un suplicio y es que ahora siento que el campo fue el lugar que me convirtió en lo que soy ahora. Las penurias que viví en aquel entonces, me hicieron fuerte, me hizo comprender que cuando amas a alguien, eres capaz de realizar cualquier sacrificio con tal de protegerle, de la misma manera en que mi viejito lo hizo con todos nosotros.
Crecí y en medio de aquel campo, conocí a quien se convertiría en la única mujer a quien amaría. Carmen era una muchachita de largas trenzas negras, delgaducha y un tanto tímida, que escondía la mirada cada vez que alguien la contemplaba. Recuerdo que la veía recoger los tomates a lo lejos. De vez en cuando me descubría y yo simplemente seguía en mis labores, apenado por ser tan torpe, tan miedoso y es que ni siquiera me atrevía a saludarla. Al principio ella hacia lo mismo, se escondía debajo de aquel enorme sombrero de paja que su propia madre le tejió, solo que un buen día, en vez de sonrojarse, simplemente me sonrío. Sucumbí ante aquella hermosa imagen, ante ese ángel que se dejaba mirar por este pobre terrenal. Ahí me di cuenta que ella se sentía halagada con mi preocupación y que no tenía por qué temerle, esa sonrisa fue la confirmación de que ella también sentía algo por mí.
Durante toda una semana pensé en cómo acercarme casualmente para hablarle, para conocer aquella voz angelical. –A ver, me vas a hablar de una puta vez ¿o no?- Me dijo luego de estar media hora detrás de ella, gimiendo cada vez que me arrepentía de saludarla. Bueno, no era precisamente toda una señorita, me sorprendió que utilizara palabras que solo los borrachos utilizaban en la taberna. –A la mierda con eso, ¿acaso crees que no ha habido hombres que han intentado propasarse conmigo? Como ves soy toda una belleza... solo que no soy una cualquiera y por eso tuve que aprender a defenderme.- Me explicó durante nuestra primera cita. Quedé impresionado y es que a lo lejos parecía ser una chica tímida, incluso recatada, solo que al hablar eliminaba toda aquella ilusión. Resulta que su padre era El Jarro, ese que todos conocíamos como el borracho del pueblo. Siempre estaba tendido bajo los sauces, con una botella de vino y oliendo a rayos. Fue él quien le enseñó a defenderse y prácticamente, la convirtió en una marimacho. Teniendo aquel ejemplo en su infancia, puedo comprender que ella misma haya caído en tal vicio.
Comenzamos a salir, conversábamos largas horas luego del trabajo y poco a poco, nos enamoramos perdidamente. Nos casamos muy jóvenes y luego de ello, hicimos realidad el sueño que habíamos formado juntos. Dejamos el campo y nos fuimos a la gran ciudad, allí donde podríamos salir adelante y dejar de ser tan pobres. Con el pasar de los meses, ocurrió lo inevitable, Carmen quedó embarazada. Para nuestra suerte, conseguí un buen trabajo en una fábrica y ya nos alcanzaba para arrendar una casita. Así nació Orlando, aquel niño que se convirtió en la luz de mis ojos. La primera vez que lo tomé entre mis brazos, sentí un calor tan grande, una dicha que jamás olvidaré. Desde pequeño demostró su inteligencia, le gustaba arreglar aparatos conmigo, me ayudaba cada vez que se descomponía el refrigerador. Parecía respetarme, admirarme como yo lo hice con mi padre. Sí, por el me sacrificaría, haría hasta lo imposible con tal de cumplir sus sueños.
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Somos Hermosos
Romance"Solemos escondernos, refugiarnos de todos quienes puedan dañarnos. Es mejor no brillar porque el dolor del fracaso nos aterra. Afuera hay muchos demonios que quieren alimentarse de nuestras almas, de nuestra debilidad, esa que nos obliga a borrar l...