Lejanía

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Cuando Damián abrió la puerta, su rostro parecía otro. A la tenue luz de las velas sus ojos mostraban claros signos de cansancio y falta de sueño. Tenía restos de sudor recorriéndole las mejillas y una pequeña herida de navaja en el mentón, causada posiblemente por una mala afeitada. Todos detalles que siempre estuvieron ahí, pero en los que yo no había reparado con anterioridad.

—¿Te encuentras bien? —pregunté con sincera preocupación. Quizá era imaginación mía, pero incluso su piel parecía mucho más pálida que cuando estábamos caminando. Se veía como un cadáver.

Damián asintió en silencio y se aproximó a mí lentamente. Tenía una mano en el bolsillo. Va a matarme. Pensé. El corazón me latía con tal potencia que podría bombear sangre para una camioneta de ocho cilindros sin problema alguno. Una parte de mi alma moría de miedo, mientras la otra se encontraba realmente ansiosa por obtener más de sus besos. Maldición. Creo que no me molestaría demasiado si me acuchillara mientras nos besábamos.

Cuando estuvo de pie enfrente de mí se agachó y me besó la frente.

—Parece que me quedé sin té. Lo siento Lunita. —Se encogió de hombros—. Mejor vayamos a caminar.

—¿Qué otra opción tengo? —pregunté, desafiante.

—Ninguna. Vamos —me apresuró, extendiendo su mano para ayudarme a ponerme de pie.

—Está bien, cálmate.

—Es que te quiero llevar a que veas algo increíble. Una sorpresa que tengo para ti. — Señaló la puerta—. Sal Ya te alcanzo.

Al atravesar el umbral pude haber corrido como loca entre las montañas, llegar a la carretera y pedir un aventón a cualquier auto que pasara por allí para poder alejarme lo más que pudiera de ese sitio. Pero no lo hice ¿Por qué? Estaba estúpidamente enamorada y, al mismo tiempo, aterrada.

Damián apagó las velas y cerró la cabaña con llave por fuera; detalle que me pareció extraño ya que estábamos prácticamente en medio de la nada.

—¡Cuidado que te van a robar! —exclamé irónicamente.

—Uno nunca sabe, siempre me ha gustado prevenir las catástrofes.

—Ajá. Estás loco.

—Por ti —contestó Damián. Luego, se guardo las llaves en un bolsillo y rodeó mi cintura con un brazo—. Sígueme.

Asentí con un leve movimiento de cabeza mientras comenzábamos a bajar por el lado opuesto de la montaña. Era una mañana hermosa con el sol asomando detrás de los árboles y muchas nubes de pequeño tamaño listas para que los humanos se recuesten sobre el césped e imaginen miles de figuras. Por un momento olvidé que podría mi último día en este mundo.

Nos tomó otra media hora el llegar a la parte baja de la ladera. Mis pies dolían muchísimo. Hubiese preferido rodear la montaña en vez de subirla por un lado y bajar por el otro pero ya era tarde para proponer un cambio de recorrido.

—¡Luna, mira! —dijo mi captor, sacándome de mi ensimismamiento.

Levanté la vista. Allí había un pequeño lago de agua cristalina que me recordaba a las ilustraciones de cuentos de hadas que leía de niña.

—¡Qué increíble! No sabía que algo como esto existía cerca de la ciudad.

—En este lugar es dónde me siento a escribir, donde vengo a pensar, a imaginarnos juntos —susurró en mi oído.

Me ruboricé.

—Hay algo más que debes ver. —El chico tomó mi mano con fuerza y me arrastró corriendo por un pequeño sendero que conducía a la orilla. Sonreía como un niño. Su alegría era tal que parecía otra persona.

—Damián, estamos ya muy lejos, es mejor que regresemos.

—Será solo un minuto, no te arrepentirás —contestó.

—¿No me arrepentiré porque será algo lindo e inolvidable o porque no podré arrepentirme cuando esté muerta? —dije en voz alta.

Entonces, el chico se detuvo en seco, enfadado. Ya habíamos llegado al borde del agua y parecía ofendido por mi comentario.

—¡Cállate! —ordenó— ¡Y no te muevas de ahí!

Damián se alejó por un par de segundos, internándose en un montón de matorrales de donde extrajo un pequeño botecito de madera que empujó hasta el agua. Él subió primero y luego me tendió la mano para ayudarme.

Sin decir nada, comenzó a remar; sus músculos se marcaban debajo de aquella camiseta ajustada. Tenía un cuerpo impresionante y me costaba enormemente el sentirme prisionera. Tuve que forzarme a recordar que aquel chico era un asesino y que yo corría peligro. Sin importar que tan sexy fuese, debía alejarme de él.

Disimuladamente, abrí la mochila y tomé el celular que, afortunadamente, estaba en silencio.

Tenía un mensaje.

De: Romi:

Luna, ¿dónde te has metido?, te he estado llamando y no contestas, tus papás se encuentran muy angustiados. No puedo más. Voy a llorar.

Siempre he sido una chica torpe y, para variar, el celular resbaló de entre mis manos y Damián se volteó por el ruido.

Soy una inútil sin remedio.

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Un capítulo corto que pronto nos llevará a otra de las escenas más importantes de la novela. 


Leyendo al asesinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora