Paralizada

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El bus ya estaba adentrándose en la ciudad. Damián se bajaría en cualquier momento y yo me quedaría allí, sola, camino a mi casa. Quise saber justo en ese momento por qué mi acompañante había actuado de manera tan extraña durante los últimos momentos en la montaña; así que hablé lo más bajo posible, temiendo que quien nos estaba persiguiendo pudiese estar en el mismo bus.

Sí, no cabían dudas. Sin importar con cuanto ahínco Damián quisiera ocultarlo, yo sabía que el perseguidor era real: existía y casi nos había atrapado.

¿Realmente era posible que estuviera con nosotros en el vehículo?¿Cómo se había subido tan rápido?

—Me dirás qué... —estaba comenzando a preguntar, pero puso el dedo índice sobre mis labios. Me silenció. No supe qué hacer. Solo miré a mi derecha, hacia el pasillo por donde otros pasajeros iban y venían sin notar nada extraño en nosotros. No entendía por qué Damián mantenía esa actitud tan reservada.

—Te dije que luego te contaba —susurró apaciguado y asentí.

El chico volteó su rostro hacia la ventana. Yo miré también en esa dirección, intentando examinar sus emociones través del reflejo. Sin embargo, me distraje con mi propia imagen: me noté cansada, preocupada y con el cabello revuelto. Supongo que la ropa mojada me otorgaba el aspecto de una vagabunda.

Comencé a acomodarme el pelo con las manos hasta que noté que los dedos de Damián se posaban sobre los míos. Me quedé quieta, estática. No hice el menor movimiento. El roce me ayudó a tranquilizarme y, poco a poco, dejé que nuestras manos descendieran juntas hasta posarse en el delgado espacio que existía entre nosotros, en la separación de ambos asientos.

Lo observé. Damián seguía mirando hacia afuera. Su cuerpo estaba conmigo, pero sus pensamientos quien sabe dónde lo habrían llevado. Me molesté un poco, pero quería seguir sintiendo su mano sobre la mía. Permanecí en silencio y me dispuse a mirar lo que estaba fuera, el paisaje.

Árboles, casas de campo, graneros, uno que otro comercio y, entre las construcciones más grandes, antes de llegar a la ciudad, una parada de bus en medio de la nada; sin casas alrededor.

Fue exactamente en aquel punto que Damián soltó mi mano de golpe, se levantó de mi lado y caminó por el pasillo.

—Adiós. Nos vemos el lunes en clases.

—Adiós —contesté secamente, sin mostrar interés alguno, cuando por dentro, realmente quería que siguiera a mi lado y develara todos sus misterios.

Cuando sus pies atravesaron la puerta del bus, caí en cuenta de un detalle peculiar, ¿Él vivía por aquí? Nunca lo había mencionado y yo no se lo había preguntado. Allí no había absolutamente nada.

El vehículo retomó su marcha y no pude evitar mirar atrás. Vi su silueta cruzando la calle hacia la nada, hacia el monte, la montaña, la selva oscura.

Deseaba creer en sus palabras. Anhelaba oír que él no era D; pero era imposible no sospechar que Damián era, sino el asesino, su cómplice. Ya cuando su silueta era solo un punto oscuro en la claridad, miré de nuevo al frente.

—¡La nota! —exclamé repentinamente, sin pensar. Las miradas de varios pasajeros cayeron sobre mí. Tímidamente sonreí y saqué una libreta como si se tratara de algo universitario, revisé páginas llenas de nada esperando que ya ninguna mirada curiosa estuviera sobre mis hombros.

Luego, observé de nuevo a los lados. Nada.

Dejé caer un papel arrugado inservible y me agaché para fingir que lo levantaba. Rápidamente, metí mis dedos por el lado derecho del tobillo, donde había metido la nota, pero no había nada.

Leyendo al asesinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora