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PARÍS, FRANCIA, 1883

El té humeaba. Tres delicadas tazas de porcelana blanca finísima con detalles en color celeste y bordes de oro, reposaban sobre una bandeja de plata en una mesita. La puerta de la oficina de François Boibon, dueño de las Industrias Boibon, estaba abierta y en su interior se llevaba a cabo una reunión que definiría los nuevos horizontes productivos de la empresa familiar.

Carlos Barrera Méndez tenía el rostro pálido y, aunque un trago de coñac o whisky le habría venido bien para sus nervios, se contentaba con breves sorbos de té caliente. En su interior crecía la incertidumbre de saber que estaba poniendo todo el capital cultivado durante años por su familia en un negocio donde podría, como mínimo, triplicar la suma o, también, perderlo todo. Sus tierras en España producían bien, los caballos de carrera que poseía eran buenos y obtenía una buena tajada cada vez que uno de ellos se consagraba campeón. Podría contentarse con su posición, pero la oferta de François había sido interesante también.

João Dos Santos miraba a sus interlocutores con curiosidad. Aún no había tocado el té que emitía pequeñas nubecitas de vapor. Patrao de una de las mayores plantaciones de caucho en la Amazonia brasilera, sonreía ante la perplejidad de los otros dos, quienes conversaban en murmullos e intercambiaban miradas. La ubicación de su plantación era privilegiada para el cultivo del seringueira, el árbol del oro blanco, árbol de la fortuna, como significaba su nombre; valía todo el dinero que él quisiera pedir porque nadie más estaría dispuesto a vender.

La fiebre del caucho se extendía por gran parte de América del Sur. Los ingleses y europeos estaban interesados en el precioso líquido que fluía de la corteza de aquel árbol propio del Amazonas. La competencia avanzaba agigantadamente. Brasil tenía el monopolio del negocio; la posibilidad de compra de aquella plantación al portugués ampliaba los horizontes de las Industrias Boibon, de la sociedad que ambos hombres, ambiciosos y hambrientos de dinero y poder, acababan de formar.

João aspiró una vez más su cigarro, haciendo que la punta se encendiera, y cuando abrió su boca, llenó el ambiente de volutas de humo. Vestía un traje blanco marfil que hacía resaltar el tono de su piel, tostado por el sol de América; sus manos finas y delicadas evidenciaban que era un hombre de negocios. Disfrutaba la admiración que despertaba su poder. Tras la puerta esperaban dos de sus hombres, de facciones duras, ojos pequeños y negros que escondían, sin demasiado esmero, sus armas sujetas al cinturón. No dudarían en usarlas si el patrao lo ordenaba, y la gente lo sabía.

Las tazas estaban vacías y el cenicero desbordaba cuando los socios cruzaron miradas por última vez y el francés asintió con la cabeza a su amigo en una especie de autorización para que fuese él quien hablara.

—Aceptamos —exclamó Carlos.

João se puso de pie, haciendo que los resortes del sofá donde había estado sentado crujieran un poco. Estrechó la mano de los otros y avanzó hasta la puerta donde sus dos hombres lo siguieron, desapareciendo en el corredor hacia la mañana parisina que los esperaba.

Los ojos de François miraban a través de las nubes grises que cubrían el cielo tras el vidrio de la ventana. Tenía las manos entrelazadas en su espalda y los labios un poco apretados mientras repasaba el trato que acababan de cerrar.

—¿Qué piensas del negocio? —preguntó sin volver el rostro.

—Creo que hemos actuado bien, aunque el precio terminara siendo elevado. ¿Crees que Philippe aceptará las condiciones?

François se volvió y asintió con la cabeza.

—No te preocupes por eso, él hará lo que yo le diga. ¿Qué me dices de tu hija?, ¿Ana verdad?

—Sí, Ana. Hablaré con ella cuando regrese a España, no creo que haya problema.

El español llevó instintivamente una mano a su cabeza donde algunas canas se entremezclaban con su pelo castaño oscuro, se rascó la barbilla y pensó que quizás sí sería un problema convencer a Ana.

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Bienvenidos!, ¿qué tal vamos?

AnaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora