Capítulo 28

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Avanzaban rápidamente a través de la selva, utilizando los troncos de árboles y plantas para ocultarse; sabían que si no se apresuraban, los hombres de João no tardarían en alcanzarlos. Auré se negó a seguir el cauce del río alegando que de esa forma sería más fácil que los encontraran, así que los guiaba adentrándose en las profundidades de la selva amazónica.

Ana detuvo su marcha de pronto, quedándose atrás del grupo, se apoyó contra el tronco de un árbol cercano, respiró hondo y tomando uno de sus pies con sus manos miró la planta que sangraba. Sus pies estaban descalzos y una espina se había hundido en su piel, lastimándola, mientras huían. Philippe, dándose cuenta de que su mujer se había atrasado, volvió sus pasos, se acercó a ella e inmediatamente Ana soltó su pie dejándolo en el suelo como si nada pasara.

—Déjame ver Ana, estás sangrando —Quiso ayudarla pero ella negó con la cabeza.

—Sigamos, no es nada —Suspiró y se apartó del tronco mientras sus labios se tensaban en una línea para evitar hacer una mueca de dolor. Oyeron a los hombres de Sebastião que los apuraban más adelante.

—Siéntate —dijo señalando una de las raíces del árbol que sobresalían de la tierra y formaban un pequeño montículo donde podía acomodarse. Ella obedeció y Philippe tomó con delicadeza su pie, movió de lado a lado su cabeza —¿Duele mucho?

—Un poco —confesó Ana. Sentía el vuelo de mariposas en su estómago cuando él sonrió y cortando un trozo de tela de su camisa limpió su herida y luego la vendó.

—Ven —Tendió su mano y ella la tomó para poder pararse. Apoyó todo el peso en su pie sano y mantuvo el que estaba herido unos centímetros por encima de la tierra —No puedes seguir caminando así, voy a cargarte —Sin decir más la alzó apoyándola sobre su hombro y comenzó a caminar con ella. Ana estaba sorprendida y confundida. No se sentía digna de ser llevada ni cuidada así por él.

Al comienzo el cuerpo de Ana le había parecido liviano, incluso notaba que estaba mucho más delgada, pero luego de un par de horas caminando sobre la tierra, esquivando raíces a su paso, su peso comenzaba a amortiguarle los brazos. La acomodó en su otro hombro, ella no se quejó ni tampoco había dicho palabra alguna en todo el trayecto. Su rostro estaba sombrío y la alegría que había sentido Philippe al encontrarla y poder tenerla nuevamente con él, se había opacado bajo la sombra de una preocupación que crecía en su corazón. ¿Qué había sucedido en esos días?, ¿por qué Ana no era la misma?

Llegaron a un claro donde podían ver el sol brillar a través de las hojas de los árboles que eran menos tupidas. Se detuvieron un momento y Philippe colocó a Ana sobre la tierra para que se sentara; revisó su pie mientras ella seguía sin decir palabra. La tela clara de la camisa estaba teñida de rojo en la zona de la herida. Auré se acercó hasta ellos, examinó cuidadosamente el pie de la joven y le dijo a Philippe que quitara el vendaje mientras rebuscaba con sus manos unos arbustos de grandes hojas; cortó dos de ellas, eran carnosas y el experto nativo hizo unos cortes transversales de los cuales comenzó a emanar un líquido transparente y espeso que frotó contra la planta del pie de Ana donde estaba la herida. Luego las acomodó y pidió a Philippe un trozo de tela para asegurar las hojas en su sitio.

—Estará mejor con esto señora —dijo una vez que finalizó su labor. Ana le sonrió, el líquido de la planta había aliviado el ardor.

—Gracias —susurró.

—No podemos quedarnos aquí, los claros no son buenos lugares para descansar cuando se está huyendo, será más fácil para ellos encontrarnos —Auré dijo dirigiéndose a Philippe y él asintió, luego se alejó en dirección a los otros hombres mientras Philippe tendía una mano a Ana para volver a levantarla.

AnaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora