Capítulo 41

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Después que el inglés Henry Wickman se convirtiera en 1876 en el primer «bio-pirata» por robar más de setenta mil semillas de caucho, envueltas en cáscaras de plátanos y escondidas en un cuarto oscuro de una embarcación, con la excusa de trasladar orquídeas para el rey de Inglaterra, las medidas de seguridad para evitar la salida de semillas de Brasil se intensificaron. El futuro económico de la nación estaba en juego y también la vida de más de treinta mil nativos que eran esclavizados y obligados a trabajar arduamente en las plantaciones.

*-*-*

Sebastião caminó por las tiendas apretujadas del mercado, sintiendo las pequeñas gotas de transpiración que se formaban en su cuello y resbalaban por su espalda, debajo de su camisa, hasta perderse a la altura de su cinturón. Había recibido una carta esa mañana, un mensaje escrito en un papel manchado y con una caligrafía bastante irregular que además tenía innumerables faltas ortográficas; la releyó varias veces antes de guardarla en el bolsillo de su saco. Salió de la casa por la mañana, cuando el mercado se llenaba de pescadores que llevaban el fruto de su trabajo para venderlos y la gente se amontonaba en todos los puestos para adquirir los bienes que les hacían falta o curar alguna dolencia que atribuían a maldiciones indígenas. El brasileño conocía el camino de memoria y se detuvo solamente cuando arribó a un puesto que ofrecía un sinfín de objetos y pieles de animales. El dueño estaba ateniendo a un par de hombres que regateaban por el precio de una piel de anaconda bastante bien conservada y tuvo que esperar hasta que finalmente cerraron el trato.

—Buenos días Diego —dijo extendiendo su mano en dirección al otro que la apretó con rudeza.

—Recibió mi mensaje —contestó el hombre acomodando los objetos sobre la tela raída que cubría una tarima de madera sostenida con palos, donde exponía sus mercancías.

—Sí, tengo que confesar que me resultó interesante e intrigante al mismo tiempo —Sebastião rascó su barba.

—Lo que quiero conversar con usted no es algo que podamos discutir en este lugar, en el mensaje decía que fuera a mi casa —Mascaba tabaco como siempre y mostró sus dientes manchados en una mueca amenazante que se asemejaba a un perro cuando gruñe.

—Quería estar seguro de que el mensaje provenía de ti, comprenderás la delicadeza de la situación —Diego lo miró unos segundos y luego asintió con la cabeza.

—En mi casa, al anochecer.

—Así será.

Sebastião tendió su mano y Diego la apretó con rapidez, luego giró -dándole la espalda-, y se puso a rebuscar en unas bolsas apiladas, dándole a entender que el asunto estaba sajado por el momento.

*-*-*

Ana miraba a su alrededor sentada en la galería, estaba cansada de tener que estar encerrada en el mismo lugar, de ni siquiera poder salir a recorrer la playa y sentir la arena escurrirse por los dedos de sus manos, o ver las olas del mar ir y venir, formando espuma y llenando los oídos de música relajante. Se puso de pie y alisó la tela de su vestido, caminó con paso firme hacia el interior de la casa, encontró a su anfitrión leyendo el periódico sentado en uno de los sillones de la sala. Ana carraspeó y él levantó la mirada.

—Disculpe Sebastião, quería preguntarle si es posible que utilice uno de sus caballos para montar y dar una vuelta por los terrenos, realmente extraño eso.

—Claro que puede Ana —sonrió y regresó su mirada a las noticias —Sólo dígale a Manoel que prepare uno de los caballos para usted.

Agradecida, Ana desapareció rumbo al exterior donde buscaría al muchachito para que ensillara un animal. Lo encontró cerca del establo, sentado en un tronco con una navaja entre los dedos, tallando un trozo de madera y recordó a Cristian haciendo lo mismo a la orilla del lago mientras conversaban, entonces un sentimiento de nostalgia hacia su tierra y su familia la invadió, llenando sus ojos de lágrimas.

AnaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora