Capítulo 38

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Sebastião se sentía confundido; no era lógico que hubieran podido huir de la plantación sin más resistencia que los hombres a los cuales Diego había inmovilizado en la galería. No concordaba con el accionar de Dos Santos y eso lo inquietaba en gran manera. Se habían escondido en la selva, manteniéndose fuera de las rutas principales para evitar encontrarse con los hombres del portugués, pero le daba mala espina tanta tranquilidad.

Luego de que Diego se separara de ellos al llegar a Belém, decidieron no detenerse tampoco en la población para estar más seguros. Philippe parecía igual o más inquieto que su compañero de viaje, a cada momento tocaba el arma que aseguraba a su espalda, solo para comprobar que seguía allí en caso de ser necesaria. Llegaron al puerto de Belém cuando el sol del mediodía brillaba en lo alto, haciendo que el calor fuese cada vez más insoportable. Algunos hombres trabajaban en barcos de transporte, bajando y subiendo cajas de madera que contenían diferentes tipos de mercancías, Philippe observó que algunos estaban armados. Sebastião se acercó hasta un hombre de mediana edad, lucía cabello entrecano que escapaba por debajo de su sombrero pero en su rostro se veía que a pesar de tener la piel curtida por el sol y el trabajo duro, no debía tener muchos más años que él. Tenía una pierna apoyada en los restos de un árbol talado y mascaba las hojas de una planta mientras observaba cómo subían mercadería a su barco de carga.

—Buenas tardes amigo —saludó Sebastião acercándose, captando su atención —. Mi compañero y yo necesitamos llegar hasta Río y nos preguntábamos si podría llevarnos.

El otro levantó la mirada y lo contempló de pies a cabeza, deteniéndose en la bolsa cerrada de semillas que estaba a los pies del francés. Philippe metió una mano en el bolsillo y sacó una pequeña bolsa de tela con monedas que sacudió para que retiñeran.

—¿Cuánto ofrecen? —preguntó volviendo su atención hacia el francés.

—Todo es suyo si nos lleva hasta Río sin pasar por el puerto —contestó Sebastião.

—De acuerdo, zarpamos en unos minutos —Extendió la mano para tomar las monedas pero el brasileño negó con la cabeza.

—Tendrá la paga cuando estemos en Río.

De mala gana estrechó las manos de ambos para cerrar el trato y un momento más tarde el barco salía del puerto de Belém con el cargamento. Los hombres de la tripulación conversaban entre ellos y así se enteraron de que la noticia del incendio de la plantación había trascendido; también escucharon decir que el patrao estaba regresando para poner orden y recomenzar su tarea. Sebastião hizo un gesto a Philippe y se alejaron para no ser escuchados.

—Es mejor que no sepan quienes somos, sólo por una cuestión de seguridad —Philippe asintió con la cabeza.

—Ellos ya saben que soy francés, por mi acento —contestó un poco dubitativo.

—No confíes en ellos, debemos estar alerta. Casi todos le deben lealtad al patrao, es conocido por su forma de pagar recompensas.

Philippe asintió con la cabeza y durante los días que duró el viaje en barco no pudo pegar un ojo para descansar. Se recostaba en un rincón, con la bolsa de semillas a su lado y el arma cargada, lista para ser utilizada. Si lograba adormilarse por unos minutos, su mente se invadía de imágenes donde podía ver a Ana cubierta de sangre o también a su madre, recostada en su lecho de muerte, pálida como el papel, agonizando y repitiendo su nombre con la respiración entrecortada; despertaba asustado, apuntando al vacío con el cañón de su arma, con el rostro cubierto de transpiración y lágrimas.

El barco se acercó lo más que pudo a la orilla para que ambos pudiesen descender, Philippe entregó la bolsa de monedas al dueño y se estrecharon las manos por última vez. Se mojaron las botas y las piernas para llegar hasta tierra firme, el sol comenzaba a ocultarse y cedía su lugar en el cielo a la luna. Se sentaron unos segundos en la tierra húmeda para escurrir sus ropas.

AnaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora