Capítulo 30

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El cansancio que sentía en todo su cuerpo, sumado al alivio de estar en libertad, de poder respirar el aire fresco y ver el cielo sin vidrios que se superpusieran, hizo que por primera vez en varias noches durmiera un par de horas sin despertar sobresaltada. Inmediatamente luego de abrir los ojos, comprobó que Philippe yacía a su lado, que no había sido todo un sueño, que realmente había ido a rescatarla. Él dormía profundamente, su boca estaba entreabierta, el cabello ondulado caía sobre su frente y tenía la barba crecida. Ana lo contempló en silencio, extendió una mano temblorosa y acarició suavemente su rostro para no despertarlo, enredó uno de sus dedos en su pelo siguiendo la forma de las ondas y sintió una punzada de culpa; sentía que no era merecedora de él. Cuando supiera lo rota y sucia que estaba por dentro, de seguro la dejaría, reharía su vida con otra mujer que fuese digna de él.

Salió de la tienda improvisada, sintiéndose asfixiada por el peso de sus propios pensamientos, de su culpa. Afuera tomó una bocanada de aire y contempló su alrededor; no podía decirse con seguridad qué hora del día era porque el techo verde de árboles que se cernía sobre ella permitía que sólo algunos débiles rayos de luz filtraran a través. Ana no se percató de que uno de los hombres del brasileño, Felipe, estaba despierto haciendo guardia; la había visto salir de la tienda agitada, y pensando que quizás sucedía algo, se acercó hasta ella.

—¿Necesita algo señora? —preguntó.

Ana se sobresaltó al escuchar su voz; llevó las manos a su pecho y gritó provocando que de la tienda donde ella había estado antes saliera Philippe a toda prisa, estaba asustado y alerta, había llevado instintivamente su mano a la espalda, en el lugar donde guardaba el revólver que había tomado de la casa de João.

—¡Ana!, ¿qué sucede? —exclamó acercándose hasta ella.

—Perdone, no quise asustarla —dijo Felipe al tiempo que extendía una mano para tocar el hombro de Ana pero ella se apartó haciendo un paso atrás, el hombre cerró su mano en el aire—. Perdone señora.

—No, no importa —respondió Ana, tartamudeando por el miedo.

Aceptó sus disculpas pero Philippe pudo ver como un temblor tomaba posesión de ella y se acercó para abrazarla. Ella no opuso resistencia cuando sus brazos la rodearon, estrechándola contra su pecho. Philippe podía sentir cómo su corazón galopaba desenfrenado, la respiración agitada y los sollozos que no podía controlar.

—¿Estás bien Ana? —Ella asintió con su cabeza sin despegarse de su pecho. Philippe besó sus cabellos —. ¿Estás segura?

—Sólo quiero ir a casa —dijo entre sollozos. Philippe pasó sus manos por la espalda tratando de calmarla y al hacerlo escuchó un quejido de dolor.

—¿Estás lastimada?

Esta vez la apartó unos centímetros y miró su rostro sombrío, las ojeras formaban grandes círculos negros debajo de sus ojos marrones, la piel estaba pálida como el papel y sus pómulos sobresalían porque había perdido peso. Trató de evitar mirarlo, dirigiendo su mirada hacia las plantas que crecían a sus pies. Philippe tensó sus labios y con suavidad levantó la barbilla, obligándola a mirarlo.

Mon amour, ¿estás lastimada? —repitió con dulzura y su corazón dio un vuelco cuando los ojos de la jovencita se llenaron de lágrimas que comenzaron a caer.

—Sólo quiero ir a casa —repitió con palabras entrecortadas.

—Te llevaré a casa amor, tranquila —La acercó más a él y ella se dejó abrazar aunque no respondió; sus brazos caían flácidos a los costados del cuerpo mientras su pecho subía y bajaba con cada sollozo.

*-*-*-*-*

El cuenco de barro cocido estaba lleno del caldo que Auré había preparado, humeaba haciendo que el vapor subiera formando espirales. Ana se acercó sosteniéndolo entre sus manos hasta el lugar donde estaban las mujeres, el olor que emanaba no podría describirse como delicioso, pero Auré había asegurado que les ayudaría a recuperarse pronto. Se aproximó hasta ellas que ya no demostraban tener tanto miedo -al menos en lo que a Ana refería-, y les ayudó a beber. Estaban un poco más animadas que antes, aunque la debilidad era evidente. Una de ellas tomó la mano de Ana y le sonrió cuando ella se iba, Ana miró sus ojos y también sonrió. Acarició su mano con ternura y se sentó a su lado.

—Obrigado —dijo en un susurro casi inaudible y la joven se asombró de que pudiese hablar portugués.

De nada —respondió Ana y volvió a sonreír—. No hablo portugués, ¿hablas español? —La mujer sonrió y negó con la cabeza—. Ya veremos el modo de comprendernos entonces, es importante que sepas que no queremos hacerles daño.

La mujer no volvió a responder y a Ana notó en sus ojos que no la había comprendido. Se puso de pie y antes de salir de la tienda, quiso acercarse a la otra, pero se mostró retraída así que Ana salió.

Su pié continuaba doliendo un poco, pero Auré le había ayudado colocando una gran cantidad de hojas y sujetándolas con tela. Esa capa aislante le permitiría avanzar en la selva el tramo que quedaba sin necesidad de que Philippe la cargara. El nativo se encontraba sentado entre unas raíces y masticaba algo.

—¿Su pie va mejor señora? —preguntó con amabilidad, Ana asintió con la cabeza —. Sabe, usted no lo entendería, pero ella preferiría morir.

Señaló con la cabeza hacia el interior de la tienda desde donde ella acababa de salir, Ana frunció el ceño, claro que entendía que en cierta forma ella prefiriera morir, después de todo, había padecido en su propio pellejo parte del calvario que la mujer había sufrido. «Parte del calvario » resonó una voz en su cabeza, repitiendo sus pensamientos.

—¿Está diciéndome que no la ayude? —preguntó levantando una ceja.

—No, pero usted no entiende que ella ha perdido todo. Su familia no la aceptaría de nuevo, y eso en caso de que pudiera volver con ellos. La tierra la acogería para formar parte de sí, para ser vida otra vez.

Las palabras de Auré flotaron en el aire unos minutos, haciéndola reflexionar. Cada vez que hablaba con él, preguntas surgían en su mente, preguntas que la llevaban a pensar que había vivido en la oscuridad de la ignorancia durante toda su vida. No pudo responder porque él ya se había levantado, alejándose de ella para recomenzar la marcha. Los hombres recogieron todo rápidamente y al cabo de poco tiempo estaban listos para continuar.

Sebastião se acercó hasta Philippe y lo alejó del resto.

—No podremos quedarnos en Belém, debemos huir hasta Río. João debe estar buscándonos con todos sus hombres y si nos quedamos en Belém llegarán allí, sería fácil de deducir.

—¿Qué haremos con las mujeres?, están muy mal, no sé si sobrevivirán sin descansar en la ciudad.

—Trataremos de que estén confortables en el barco. No podemos arriesgar la vida de todos Philippe —Él asintió con la cabeza y miró a Ana que estaba sola, retraída, alejada de todos.

—Bien. Hay un pensamiento que me carcome la mente —Miró con ojos cargados de ansiedad a su amigo —. Estoy seguro de que algo ha sucedido en aquel lugar; ella no es la misma.

Sebastião dirigió la mirada a la mujer, no se parecía en nada a la jovencita que había llegado unos días atrás, cargada de sueños y con un brillo especial en la mirada. Sospechaba qué podía ser aquello que le había arrebatado de pronto las ganas de admirar la naturaleza, de hacer preguntas, aquello que la había cambiado, pero no podía decirle a Philippe lo que pensaba.

—Ha sido prisionera, eso siempre es una situación traumática. Debes darle tiempo para que pueda superarlo.

Philippe permaneció en silencio y avanzó unos pasos más, pensativo. Cuando volvió a hablar su voz temblaba y se había convertido en un susurro.

—Me ha dicho que su familia está en ruinas porque el negocio ha salido mal y su padre ha invertido todo. Piensa que voy a dejarla.

—¿Lo harás? —El brasileño lo miraba con reprobación y las cejas levantadas.

—Claro que no —contestó inmediatamente y con un tono que denotaba seguridad —. Debo encontrar la manera de recuperar ese dinero, todo ha sido mi culpa después de todo.

—Philippe, no ha sido culpa de nadie más que de João Dos Santos, deja de torturarte, si tu padre o Carlos Barrera hubiesen venido a concretar el negocio hubiera sucedido lo mismo, o quizás fuese peor.

—Debo encontrar la manera Sebastião, debo hacerlo porque de esa forma lograré que ella confíe nuevamente en mí.

Se apartó de su amigo y volvió con el resto del grupo para ponerse en marcha y continuar el viaje. Sebastião meneó la cabeza de lado a lado y volvió a mirar a Ana, cada vez estaba más seguro de que sus sospechas eran certeras.


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