Capítulo 44

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Vitória era una isla pequeña, debía su nombre a la ferviente victoria que los portugueses habían conquistado en la batalla contra los habitantes originarios del lugar, los indios Goitacazes, en septiembre de 1551. Con algunas construcciones, se caracterizaba principalmente por la actividad agrícola que aprovechaba el agua dulce de varios ríos que llegaban hasta la isla para desembocar en el mar; rodeada por una bahía que servía de refugio de los vientos para los barcos y otorgaba la entrada al mar para la isla. El comercio no era su principal actividad puesto que Río de Janeiro se constituía en el principal puerto comercial de Brasil. Las calles estaban mal trazadas, desordenadas y angostas, lo que dificultaba también el tráfico por las mismas.

El carruaje se movía con intensidad, Ana se sentía mareada y mirar hacia el exterior no aminoraba los síntomas. Llevaban días viajando y lo único que anhelaba era subir al barco que los llevaría hasta Europa. Philippe la miraba de reojo desde su puesto, tenía el semblante pálido y pequeñas gotitas de transpiración se formaban alrededor de su frente a pesar de que agitaba fervientemente un abanico.

—¿Te encuentras bien? —preguntó al tiempo que estiraba su mano para tomar la de Ana que giró para concentrar sus ojos en los de él.

—Estoy bien, sólo necesito descansar —Forzó una sonrisa —. ¿Falta mucho para llegar?

Philippe movió la cabeza de lado a lado en un gesto de negación. Sebastião le había dicho que deberían pasar un día en Vitória antes de poder embarcarse.

Los caballos se detuvieron, finalmente, en una angosta callecita cubierta de piedras y tierra suelta; a lo lejos se podía ver el mar tiñiéndose de anaranjado por los reflejos del sol que caía en la tarde. Buscaron hospedaje en un pequeño hotel cuyo estado anunciaba a gritos que la gente no acostumbraba a pasar la noche en la Isla.

Ana se desplomó en la cama y al cerrar los ojos su mente la engañaba haciéndole creer que aún se encontraba en el carruaje. Tardó varios minutos en dormirse a pesar del cansancio y deseó con todas sus fuerzas que las horas pasaran rápido para poder regresar a su casa cuanto antes.

Llegaron hasta el puerto a primera hora, el cochero les ayudó a bajar su equipaje. El barco esperaba sobre las aguas, era un día tranquilo y el mar también lo estaba; el oleaje era suave y el sol brillaba en el cielo celeste. Ana se sentía asfixiada debajo de sus ropas y la humedad la agobiaba recordándole aquel primer día que había pisado el puerto en Río. Sentía una presión en su pecho debido a la ansiedad contenida, deseaba con todas sus fuerzas pasar la página de su vida que tanto le había costado escribir. Se adelantó caminando por el muelle dejando a Philippe atrás, asegurándose de poder subir el equipaje que ella de buena gana habría dejado.

El ruido de sus zapatitos sobre la cubierta de madera resonaba en sus oídos, miró a su alrededor, la playa, la vegetación, recordó las cosas bellas de América y sonrió, quería grabar en sus retinas todo para rememorar las bellezas que había conocido en aquella tierra mágica donde había plantas gigantescas, animales increíbles y gente maravillosa. Cerró los ojos y aspiró hondo, hasta llenar sus pulmones del aire puro con olor a mar. Sumida en la mezcla de emociones, no se percató de los hombres que se acercaban a ella desde el lado opuesto del muelle.

Tropezó y un brazo fuerte la tomó, arrastrándola hacia su cuerpo e inmovilizándola. Se sintió prisionera y forcejeó en vano porque aquel hombre tenía más fuerza, intentó gritar pero la voz se ahogó en su garganta, sintió en sus labios el gusto salado de la mano que cubría su boca. El olor a sudor y tabaco invadió sus fosas nasales, intentó girar para ver la cara de su atacante, pero él la sostenía con ambos brazos, impidiéndoselo.

Abrió los ojos como platos y buscó a Philippe en la distancia, su mirada estaba fija en ella, se mantenía rígido con los puños apretados al costado de su cuerpo y su rostro pálido. Él avanzó unos pasos en dirección a ellos y entonces Ana sintió el frío y la presión del metal en sus costillas a través de la tela de su vestido. Sentía sus ojos arder y al cerrarlos, le pareció como si un montón de espinas se clavaran en sus pupilas, las lágrimas húmedas comenzaron a recorrer su rostro y su cuerpo se movía con sollozos involuntarios. Cuando abrió nuevamente los ojos vio al hombre de sonrisa torcida, pelo pulcramente cortado, piel tostada por el sol, que fumaba formando círculos con el humo de su cigarro y quien la había mantenido cautiva, el responsable de las horas más largas y oscuras que había vivido. João Dos Santos la miró desafiante y arrojó un poco del humo en su cara, haciendo que el ardor en sus ojos se intensificara.

AnaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora