Capítulo 4

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Las habitaciones de la familia real se encontraban en la tercera planta del palacio, y las de los invitados, en la segunda. Por eso me sorprendí tanto cuando mi padre les asignó unas habitaciones en la tercera planta a los reyes y a su hijo. Pero me sorprendió mucho más descubrir que, la que le habían asignado a Christian, no era nada más ni nada menos que la que estaba justo al lado de la mía, al final del pasillo principal.

No me hacía mucha gracia que un completo desconocido durmiera a menos de diez metros de mí, ni aunque nos separase una pared y una puerta con pestillo. No es que pensase que Christian fuera a intentar algo. Ni mucho menos. Sabía que él era un chico educado y decente, pero nunca se sabía. Además, ¿tan importantes eran que mi padre no les había podido dar una habitación de invitados como a todo el mundo? Incluso el resto de mi familia siempre dormía en la segunda planta cada vez que venían de visita.

El Palacio Real era muy antiguo. Tanto, que la historia de cientos de antepasados se podía ver en cada cuadro, en cada jarrón, en cada pared, incluso en cada esquina. Por eso, cuando mi padre fue nombrado rey, se negó a cambiar la decoración. Pero aquello no quitó que, según mis hermanas y yo fuéramos creciendo, nos permitiera elegir la decoración de nuestras habitaciones. Yo había decidido mantenido el papel pintado de las paredes, con dibujos de peques florecillas azules. Y la cama de dosel, echa de madera de roble y con cortinas blancas, también era original. Pero el enorme armario empotrado era nuevo, diseñado a medida cuando cumplí doce años. A la izquierda de la estancia, junto a las puertas dobles que daban al balcón, se encontraba mi enorme biblioteca privada, llena de ejemplares tanto antiguos como nuevos. En frente de ella, un sillón de cuero con una pequeña mesita y una lamparilla para poder leer. Al otro lado de la puerta del balcón, cerca de armario, se encontraba un tocador blanco. La puerta que daba al baño se encontraba justo enfrente de la cama, a la izquierda del armario. En la parte izquierda se encontraba mi escritorio, donde descansaba mi portátil. A su lado, un diván y justo enfrente, colgado de la pared, un enorme televisor de pantalla plana. Tenía algunos marcos de fotos repartidos por la habitación, y un cuadro de caballos corriendo por la playa –mi animal favorito− en el hueco de la pared que había entre el cabecero de la cama y la barra donde estaba colgada la cortina.

Me encantaba mi habitación porque el papel de la pared y los muebles le daban un toque arcaico, pero los demás objetos lo contrarrestaban, dándole un aire fresco y juvenil. Era mi pequeño oasis privado, al que muy poca gente tenía acceso. Y, por mucho que mi padre lo pretendiera, si es que eso era lo que pretendía, Christian no iba a ser una de esas personas por muy encantador y amable que me hubiera parecido. Después de todo, al igual que a mí, le habían educado para serlo.

La comida había resultado algo incómoda. Mientras nuestros padres charlaban entre ellos, nosotros cinco no intercambiamos ninguna palabra. Yo tan solo hablé para pedirle la jarra de agua a Emma. La tensión y la incomodidad que había en el ambiente también me quitaron el apetito, y me maldije a mí misma por no haberme terminado el salón ahumado, que tenía tan buena pinta y olía tan bien. Antes de retirarse, mi padre nos recordó el banquete que tendría lugar aquella noche, y recalcó el hecho de que quería que fuéramos puntuales.

Como era costumbre ya, llevé el trabajo que mi padre me había encomendado para aquella tarde al Gran Salón, donde se encontraban todos mis amigos. Tan solo había dos cosas que diferenciaban aquella tarde de las otras: que mi padre me había puesto menos trabajo por motivos de la fiesta, y que Christian iba conmigo. Así que, mientras yo leía unos informes sobre posibles nuevos presupuestos para educación en compañía de una taza de té y de Laura, Christian hablaba con los demás. Cuando trabajaba, solía sumergirme en lo que hacía y era como si me aislase del resto del mundo. Pero aquella vez era distinto. No podía evitar estar atenta a cada movimiento que Christian hacía. Se acercaba a hablar con los demás, o eran ellos los que empezaban una conversación con él. Se paseaba de un lado a otro del Gran Salón, admirando la decoración. De vez en cuando se pasaba la mano por el pelo, o se rascaba la nuca, pensando en quién sabe qué. Hiciera lo que hiciese, era plenamente consciente de ello, resultándome imposible concentrarme en lo que estaba leyendo, y comenzaba a frustrarme. Y más cuando Elyn intentó que dijera en un perfecto español el trabalenguas de tres tristes tigres comen trigo en un trigal. Resultaba cómico ver cómo Christian intentaba pronunciar las erres, lo cual se le dificultaba mucho por su acento francés.

The Crown (Parte 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora