Un tuareg en la ciudad

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Este fragmento se trata de la entrevista que Moussa Ag Assarid (el autor del libro: En el desierto no hay atascos) concedió a Victor M. Amela, para el periódico La Vanguardia, en la que cuenta sus impresiones al descubrir el mundo occidental.
¿Qué creéis que dirá?

— No sé mi edad: nací en el desierto del Sáhara, ¡sin papeles! Nací en un campamento nómada tuareg entre Tomboctú y Gao, al norte de Mali. He sido pastor de los camellos, cabras, corderos y vacas de mi padre. Hoy estudio Gestión en la Universidad Montpellier. Estoy soltero. Defiendo a los pastores tuareg. Soy musulmán, sin fanatismo.

—¡Qué turbante tan hermoso...!

—Es una fina tela de algodón: permite tapar la cara en el desierto cuando se levanta arena, y a la vez seguir viendo y respirando a su través.

—Es de un azul bellísimo...

—A los tuareg nos llamaban los hombres azules por esto: la tela destiñe algo y nuestra piel toma tintes azulados...

—¿Quiénes son los tuareg?

—Tuareg significa “abandonados”, porque somos un viejo pueblo nómada del desierto, solitario, orgulloso: «Señores del desierto», nos llaman. Nuestra etnia es la amazigh (berever), y nuestro alfabeto, el tifinagh.

—¿Cuántos son?

—Unos tres millones, y la mayoría todavía nómadas. Pero la población decrece... «¡Hace falta que un pueblo desaparezca para que sepamos que existía!», denunciaba una vez un sabio: yo lucho por preservar este pueblo.

—¿A qué se dedican?

—Pastoreamos rebaños de camellos, cabras, corderos, vacas y asnos en un reino de infinito y de silencio...

—¿De verdad es tan silencioso el desierto?

—Si estás a solas en aquel silencio, oyes el latido de tu propio corazón. No hay mejor lugar para hallarse a uno mismo.

—¿Qué recuerdos de su niñez en el desierto conserva con nitidez?

—Me despierto con el sol. Ahí están las cabras de mi padre. Ellas nos dan leche y carne, nosotros las llevamos a donde hay agua y hierba... Así hizo mi bisabuelo, y mi abuelo, y mi padre... Y yo. ¡No había otra cosa en el mundo más que eso, y yo era muy feliz en él!

—¿Sí? No parece muy estimulante...

—Mucho. A los siete años ya te dejan alejarte del campamento, para lo que te enseñan las cosas importantes: a olisquear el aire, escuchar, aguzar la vista, orientarte por el sol y las estrellas... Y dejarte llevar por el camello, si te pierdes: te llevará a donde hay agua.

—Saber eso es valioso, sin duda...

—Allí todo es simple y profundo. Hay muy pocas cosas, ¡y cada una tiene enorme valor!

—Entonces este mundo y aquel son muy diferentes, ¿no?

—Allí, cada pequeña cosa proporciona felicidad. Cada roce es valioso. ¡Sentimos una enorme alegría por el simple hecho de tocarnos, de estar juntos! Allí nadie sueña con llegar a ser, ¡porque cada uno ya es!

—¿Qué es lo que más le chocó en su primer viaje a Europa?

—Vi correr a la gente por el aeropuerto... ¡En el desierto solo se corre si viene una tormenta de arena! Me asusté, claro...

—Solo iban a buscar las maletas, ja, ja...

—Sí, era eso. También vi carteles de chicas desnudas: ¿por qué esta falta de respeto hacia la mujer?, me pregunté... Después, en el hotel, vi el primer grifo de mi vida: vi correr el agua... y sentí ganas de llorar.

—Qué abundancia, qué derroche, ¿no?

—¡Todos los días de mi vida habían consistido en buscar agua! Cuando veo las fuentes de adorno aquí y allá, aún sigo sintiendo dentro un dolor tan inmenso...

—¿Tanto como eso?

—Sí. A principios de los noventa hubo una gran sequía, murieron animales, caímos enfermos... Yo tendría unos doce años, y mi madre murió... ¡Ella lo era todo para mí! Me contaba historias y me enseñó a contarlas bien. Me enseñó a ser yo mismo.

—¿Qué pasó con su familia?

—Convencí a mi padre de que me dejase ir a la escuela. Casi cada día yo caminaba quince kilómetros. Hasta que el maestro me dejó una cama para dormir, y una señora me daba de comer al pasar ante su casa... Entendí: mi madre estaba ayudándome...

—¿De dónde salió esa pasión por la escuela?

—De que un par de años antes había pasado por el campamento de rally París-Dakar, y a una periodista se le cayó un libro de la mochila. Lo recogí y se lo di. Me lo regaló y me habló de aquel libro: El principito. Y yo me prometí que un día sería capaz de leerlo...

—Y lo logró.

—Sí. Y así fue como logré una beca para estudiar en Francia.

—¡Un tuareg en la universidad...!

—Ah, lo que más añoro aquí es la leche de camella... Y el fuego de leña. Y caminar descalzo sobre la arena cálida. Y las estrellas: allí las miramos cada noche, y cada estrella es distinta de otra, como es distinta cada cabra... Aquí, por la noche, miráis la tele.

—Sí... ¿Qué es lo que peor le parece de aquí?

—Tenéis de todo, pero no os basta. Os quejáis. ¡En Francia se pasan la vida quejándose! Os encadenáis de por vida a un banco, y hay ansia de poseer, frenesí, prisa... En el desierto no hay atascos, ¿y sabe por qué? ¡Porque allí nadie quiere adelantar a nadie!

Bueno, y  hasta aquí la entrevista.

Después de leer esto, ¿cómo os quedáis?

Una se queda sin palabras.

Qué poca importancia le damos a cosas tan cotidianas como abrir el grifo y tener agua, ¿verdad?

¿Una vuelta de tuerca? {Terminada}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora