El naufragio

167 22 13
                                    

Aquí os muestro una adaptación del libro "Relato de un náufrago", que fue concebido como un reportaje periodístico. En el se cuenta la aventura de Luis Alejandro Velasco, quien, tras caer de un barco, pasó diez días a la deriva de una balsa, sin comer ni beber. El reportaje fue publicado por entregas en el periódico El espectador de Bogotá (Colombia).

No recuerdo el amanecer del sexto día. Tengo una idea nebulosa de que durante toda la mañana estuve postrado en el fondo de la balsa, entre la vida y la muerte. En esos momentos pensaba en mi familia y la veía tal como me han comentado que estuvo durante los días de mi desaparición. No me tomó por sorpresa la noticia de que me habían hecho honras fúnebres. En aquella mi sexta mañana de soledad en el mar, pensé que todo eso estaba ocurriendo. Sabía que a mi familia le habían comunicado la noticia de mi desaparición. Como los aviones no habían vuelto, sabía que habían desistido de la búsqueda y que me habían declarado muerto.

Nada de eso era falso, hasta cierto punto. En todo momento traté de defenderme. Siempre encontré un recurso para sobrevivir, un punto de apoyo, por insignificante que fuera, para seguir esperando. Pero el sexto día ya no esperaba nada. Yo era un muerto en la balsa.

En la tarde, pensando en que pronto serían las cinco y volverían los tiburones, hice un desesperado esfuerzo por incorporarme para amarrarme a la borda. En Cartagena, hace dos años, vi en la playa los restos de un hombre, destrozado por el tiburón. No quería morir así. No quería ser repartido en pedazos entre un montón de animales insaciables.

Iban a ser las cinco. Puntuales, los tiburones estaban allí, rondando la balsa. Me incorporé trabajosamente para desatar los cabos del enjaretado¹. La tarde era fresca. El mar, tranquilo. Me sentí ligeramente tonificado. Súbitamente, vi otra vez las siete gaviotas del día anterior y esa visión me infundió renovados deseos de vivir. En ese instante me hubiera comido cualquier cosa. Me molestaba el hambre. Pero era peor la garganta estragada y el dolor en las mandíbulas, endurecidas por la falta de ejercicio. Necesitaba masticar algo. Traté de arrancar tiras de caucho de mis zapatos, pero no tenía con qué cortarlas. Entonces fue cuando me acordé de las tarjetas del almacén de Mobile.

Estaban en uno de los bolsillos de mi pantalón, casi completamente deshechas por la humedad. Las despedacé, me las llevé a la boca y empecé a masticar. Aquello fue un milagro: la garganta se alivió un poco y la boca se me llenó de saliva. Lentamente seguí masticando, como si fuera chicle. Al primer mordisco me dolieron las mandíbulas. Pero después, a medida que masticaba la tarjeta que guardé sin saber por qué desde el día en que salí de compras con Mary Address, me sentí más fuerte y optimista. Pensaba seguirlas masticando indefinidamente para aliviar el dolor de las mandíbulas. Me pareció un despilfarro arrojarlas al mar. Sentí bajar hasta el estómago la minúscula papilla de cartón molido y desde ese instante tuve la sensación de que me salvaría, de que no sería destrozado por tiburones.

¿A qué saben los zapatos?

El alivio que experimenté con las tarjetas me agudizó la imaginación para seguir buscando cosa de comer. Si hubiera tenido una navaja habría despedazado los zapatos y hubiera masticado tiras de caucho. Era lo más provocativo que tenía al alcance de la mano. Traté de separar con las llaves la suela blanca y limpia pero los esfuerzos fueron inútiles. Era imposible arrancar una tira de ese caucho sólidamente fundido en la tela.

Desesperadamente, mordí el cinturón hasta cuando me dolieron los dientes. No pude arrancar ni un bocado. En ese momento debí parecer una fiera, tratando de arrancar con los dientes pedazos de zapato, del cinturón y la camisa. Ya al anochecer, me quité la ropa, completamente empapada. Quedé en pantaloncillos. No sé si atribuírselo a las tarjetas. Pero casi inmediatamente después estaba durmiendo. En mi séptima noche, acaso porque ya estaba acostumbrado a la incomodidad de la balsa, acaso porque estaba agotado después de siete noches de vigila, dormí profundamente durante largas horas. A veces me despertaba la ola; daba un salto, alarmado, sintiendo que la fuerza del golpe me arrastraba al agua. Pero inmediatamente después recobraba el sueño.

Por fin amaneció mi séptimo día en el mar. No sé por qué estaba seguro de que no sería el último. El mar estaba tranquilo y nublado, y cuando el sol salió, como a las ocho de la mañana, me sentía reconfortado por el buen sueño de la noche reciente. Contra el cielo plomizo y bajo pasaron sobre la balsa las siete gaviotas.

Dos días antes había sentido una gran alegría por la presentación de las siete gaviotas. Pero cuando las vi por tercera vez, después de haberlas visto durante dos días consecutivos sentí renacer el terror. «Son siete gaviotas perdidas», pensé. Lo pensé con desesperación. Todo marino sabe que a veces una bandada de gaviotas se pierde en el mar y vuela sin dirección durante varios días, hasta cuando siguen un barco que les indica la dirección del puerto. Tal vez aquellas gaviotas que había visto durante tres días eran las mismas todos los días, perdidas en el mar. Eso significaba que cada vez mi balsa se encontraba a mayor distancia de la tierra...

Enjaretado¹: parte inferior de la red y que sirve para cerrarla.

Gabriel García Márquez

Sobrevivir sin agua ni comida en alta mar durante una semana es una aventura difícil de afrontar. ¿Cómo creéis qué habríais hecho vosotr@s?

¿Una vuelta de tuerca? {Terminada}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora