El jueves, Pete lo esperó en la puerta del colegio. Cruzaba la verja cuando lo paró tirándole de la manga y llamándolo por su nombre; sobresaltado, Brendon pensó al punto en lo del caramelo y sintió náuseas y mareo. Cuando los cuatro pavos la tomaban con una, le hacían la vida imposible.
—La de mates va a preguntarme, no sé nada y no quiero entrar —le dijo Pete.
Brendon se quedó mirándolo sin comprender; el otro no parecía hostil, pero no se fiaba. Intentó desprenderse.
— ¿Damos una vuelta tú y yo solos? —propuso Pete—. Sí, tú y yo solos. —Brendon miró a un lado y otro aterrado—. vamos, que no nos vean aquí —lo apremió.
—Es que... —quiso objetar, pero Pete, sin escucharlo, le tiró con más fuerza de la manga.
Tuvo que seguirlo, corriendo a trompicones, hasta la parada del autobús.
Se sentaron juntos. Brendon se arrimó todo lo que pudo a la ventanilla para dejar sitio a Pete y quedó a la espera de que algo, algo terrible, ocurriera de un momento a otro. Pete, por su parte, estaba radiante. Atrás dejaban el colegio.
—Mi padre me va a matar —murmuró; le temblaban las piernas.
Pete dio un suspiro y dijo:
— ¡Va! Trae tu hoja de ausencias. —Estudió la firma de su padre y añadió—: Chupado; yo te firmo.
Le mostró su propia hoja y fue indicándole todas las firmas que había falsificado los días en que hacía novillos.
—Además —concluyó—, mañana a primera hora toca doña Follini, y no ve.
Y comenzó a hablarle de las clases, de que las matemáticas no le interesaban porque pensaba estudiar derecho. A Brendon le costaba atender. Pensaba en lo que le había hecho el día anterior en el vestuario y no se explicaba aquella repentina confianza.
Se apearon en la plaza y echaron a caminar por los pórticos. De pronto Pete entró en una tienda de camisas en la que Brendon nunca había estado. Se comportaba como si fueran amigos de toda la vida. Quiso que se probaran camisas y todas las elegía el. Cuando Pete le preguntó la talla, el contestó avergonzado la treinta y ocho. Los dependientos los miraban recelosos, pero Pete no hacía caso. Se cambiaban en el mismo probador y Brendon pudo comparar ambos cuerpos. Al final no compraron nada.
Luego fueron a un bar y Pete pidió dos cafés, sin preguntarle qué quería tomar. Brendon estaba aturdido y no entendía nada, pero una dicha nueva e inesperada empezaba a abrirse paso en su alma. Acabó olvidándose de su padre y de las clases. Estaba sentado en un bar con Pete Wentz y aquel momento les pertenecía sólo a ellos.
Pete fumó tres cigarrillos y quiso que el también fumara. Cada vez que su nuevo amigo rompía a toser, Pete reía mostrando unos dientes perfectos. Lo sometió a un breve interrogatorio acerca de los novios que no había tenido y los besos que no había dado. Brendon contestaba humillando la mirada. « ¡No me digas que nunca has tenido novio! ¿De veras?» Brendon asentía moviendo la cabeza. « ¡Increíble!
¡Qué desgracia! —exclamaba Pete—. Hay que hacer algo, no querrás morir virgen, ¿verdad?»
Así que al día siguiente, en el recreo de las diez, se dieron una vuelta por el colegio en busca de un novio para Brendon. Pete se deshizo de Ray y los otros diciéndoles que tenían cosas que hacer, y los dos salieron del aula cogidaos de la mano.
Ya lo había planeado todo. Sería en su fiesta de cumpleaños, al sábado siguiente. Sólo faltaba encontrar al tipo adecuado. Mientras cruzaban el pasillo le iba señalando chicos y decía «Mira qué traseros», «No está mal», «Ése sabe hacerlo».
Brendon sonreía nerviosamente y no se decidía por ninguno. En su imaginación se representaba con gran inquietud el momento en que un chico le metiera las manos por la camiseta y descubriera que, bajo aquella ropa que tan bien le sentaba, no había más que molla y carne fofa.
Estaban acodados en la barandilla de la escalera de emergencia, en el segundo piso, viendo a los chicos jugar al fútbol en el patio con un balón amarillo medio desinflado.
— ¿Y Trivero? —le preguntó Pete.
—No sé quién es.
— ¿No sabes quién es? Va a quinto. Iba a remo con mi hermano. Se dicen cosas interesantes de él.
— ¿Qué cosas?
Pete hizo un ademán ambiguo y se echó a reír sonoramente, complacido del efecto desconcertante de sus alusiones. Brendon se ruborizó abruptamente y al mismo tiempo tuvo la maravillosa certeza de que su soledad había por fin concluido.
Fueron a la planta baja y pasaron por el sitio de las máquinas expendedoras de bebidas y tentempiés. Los estudiantes formaban colas caóticas y hacían tintinear monedas en los bolsillos de los vaqueros.
—Vamos, tienes que decidirte —dijo Pete.
Apurado, Brendon miró alrededor girando sobre sí mismo, y al final, señalando a dos chicos que había aparte, cerca de la ventana, juntos pero sin hablarse ni mirarse, dijo:
—Aquél no me parece mal.
— ¿Cuál? ¿El de la venda o el otro?
—El de la venda.
Pete se quedó mirándolo con unos ojos abiertos que parecían océanos.
—No seas demente, ¿tú sabes lo que ha hecho ése?
Brendon negó con la cabeza.
—Se clavó un cuchillo en la mano, adrede, aquí en el colegio.
Brendon se encogió de hombros.
—Pues a mí me parece interesante.
— ¿Interesante? Es un psicópata. Ése es capaz de descuartizarte y meterte en el congelador.
Brendon sonrió, pero sin dejar de mirar al chico del corte en la mano: tenía la cabeza gacha en una actitud que le daban ganas de acercarse, levantarle la cara y decirle: «Mírame, que estoy aquí.»
— ¿De verdad te gusta? —insistió Pete.
—Sí —confirmó Brendon.
El otro se encogió de hombros.
—Pues a por él.
Y tomando a Brendon de la mano lo llevó hasta los dos chicos.
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La soledad de los números primos||Adaptación Ryden||
ФанфикEn una clase de primer curso Ryan Ross había estudiado que entre los números primos hay algunos aún más especiales. Los matemáticos los llaman números primos gemelos: son parejas de números primos que están juntos, o, mejor dicho, casi juntos, pues...