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Los demás invitados estaban repartidos en grupitos por el salón. La mayoría de los chicos balanceaban rítmicamente la cabeza adelante y atrás, y las chicas dejaban vagar la mirada. Algunos tenían un vaso en la mano. Unos seis o siete bailaban al son de A question of time. Ryan se preguntó cómo no les daba vergüenza moverse de aquel modo delante de todos, aunque luego pensó que era lo más natural del mundo, y por eso precisamente él era incapaz de hacerlo.

Spencer había desaparecido. Ryan cruzó el salón y lo buscó en la habitación de Pete, luego en la del hermano y en la de los padres. Miró por último en los dos cuartos de baño, y en uno de ellos encontró a un chico y una chica de la escuela, sentada ella en la tapa del váter, él enfrente en el suelo, con las piernas cruzadas; los dos lo miraron con expresión triste e inquisitiva. Ryan cerró deprisa la puerta.

Volvió al salón, salió al balcón. Se veía la colina descender oscura y allá abajo la ciudad, puntitos blancos y redondos que se extendían homogéneamente hasta el horizonte. Se asomó por la baranda y escrutó entre los árboles del parque de los Wentz, pero no vio a nadie. Volvió adentro. La angustia empezaba a invadirlo.

En el salón había una escalera de caracol que conducía a una buhardilla oscura. Subió los primeros escalones, se detuvo, pensó si habría podido esconderse allí.

Siguió subiendo, llegó arriba. A la claridad que se filtraba del salón pudo distinguir una figura en medio del recinto: Spencer.

Lo llamó. En todo el tiempo que llevaban de amigos no había pronunciado su nombre más de tres veces. Nunca hacía falta, Spencer estaba siempre a su lado, como una extensión natural de sus miembros.

—Vete —le contestó su amigo.

Ryan buscó el interruptor y encendió la luz. Era un recinto enorme. Una alta estantería recorría las paredes. Aparte de ella, no había más muebles que un gran escritorio de madera, vacío. Ryan tuvo la impresión de que hacía mucho que nadie subía allí.

—Son casi las once —dijo—. Tenemos que irnos.

Spencer no contestó. Estaba vuelto de espaldas, de pie, en medio de una gran alfombra. Ryan se acercó. Cuando estuvo junto a él comprendió que había llorado; respiraba con jadeos, miraba fijamente al frente y los labios, entreabiertos, le temblaban.

Reparó entonces en la lámpara de mesa hecha pedazos que había a sus pies.

— ¿Qué has hecho?

—Quería... —contestó Spencer, y se calló.

—Querías qué.

Spencer abrió la mano izquierda, que pareció absorber la poca luz que había, y mostró a Ryan un trozo de cristal verde de la lámpara, empañado en sudor.

—Quería saber lo que sientes —murmuró.

Ryan no comprendió. Dio un paso atrás, desconcertado. Sintió un ardor en el vientre que le irradió por brazos y piernas.

—Pero al final no me he atrevido. —Spencer tenía las palmas vueltas hacia arriba, como si esperase que le dieran algo.

Ryan quiso preguntarle por qué, pero siguió callado. La música llegaba atenuada de abajo; las bajas frecuencias atravesaban el suelo, las altas quedaban ahogadas en él.

Spencer se sorbió la nariz y dijo:

—Vámonos.

Ryan hizo un gesto de asentimiento, pero ninguno de los dos se movió. Al rato, Spencer arrancó en dirección a la escalera. Ryan lo siguió. Cruzaron el salón y salieron al aire libre de la noche, donde pudieron respirar de nuevo.

La soledad de los números primos||Adaptación Ryden||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora