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Después de comer, Alberto y Ryan bajaron al subsuelo, donde siempre era la misma hora y el paso del tiempo se medía por la pesadez de los ojos, llenos de la luz blanca de los fluorescentes del techo. Entraron en un aula vacía y Alberto se sentó en la cátedra. Estaba macizo, no gordo, aunque Ryan tenía la impresión de que su cuerpo se hallaba en constante expansión.

—Desembucha, y empieza por el principio.

Ryan cogió una tiza y la partió por la mitad. Una partícula blanca fue a depositársele en la punta de uno de los zapatos de piel, los que había calzado el día que se doctoró.

—Consideremos el caso en dos dimensiones —dijo.

Y empezó a escribir con su bella letra. Comenzó en la esquina superior izquierda y llenó las dos primeras pizarras; en la tercera apuntaba los resultados que más adelante necesitaría. Aparentaba haber hecho aquella operación cien veces, pero en realidad era la primera. A ratos se volvía a mirar a Alberto, que asentía serio, esforzándose por seguirlo.

Ryan terminó al cabo de más de media hora, recuadró el resultado final y escribió al lado Q.E.D., como hacía de estudiante. La tiza le había secado la mano, pero él no se dio ni cuenta; las piernas le temblaban un poco.

Se quedaron contemplando aquello un rato. Luego, Alberto dio una palmada que resonó como el restallar de un látigo y saltó de la cátedra, con lo que casi se cayó, pues de tenerlas tanto tiempo colgando las piernas se le habían dormido. Le puso la mano en el hombro

—Ryan la notó a la vez pesada y tranquilizadora— y le dijo:

—Esta noche cenas en mi casa, y nada de peros; esto hay que celebrarlo.

Ryan sonrió un poco.

—Bueno.

Borraron la pizarra, procurando que no quedara ni rastro de lo escrito. En realidad, tampoco lo habría entendido nadie, pero celaban aquel resultado como si fuera un valiosísimo secreto.

Salieron del aula y Ryan apagó las luces. Luego subieron la escalera uno detrás del otro, cada cual saboreando a solas la modesta gloria de aquel momento.

Alberto vivía en una zona residencial idéntica a la de Ryan, sólo que en la otra punta de la ciudad. Ryan hizo el trayecto en un autobús casi vacío, con la frente apoyada en el cristal. Lo aliviaba el contacto de aquella superficie fría, que le recordó la venda que su madre le ponía a Jiuliette en la cabeza cuando por las noches le daba el ataque y empezaba a temblar y rechinar los dientes; era un simple pañuelo humedecido, pero bastaba para calmarla. Ella quería que se lo pusieran también al hermano y con los ojos se lo pedía a su madre; él se tumbaba entonces en la cama y allí se quedaba hasta que su hermana dejaba de retorcerse.

Se había puesto chaqueta negra y camisa, iba duchado y afeitado. En una licorería donde nunca había entrado compró una botella de vino tinto, que eligió por su elegante etiqueta. La dependienta la envolvió en papel de seda y se la entregó en una bolsa plateada.

Bolsa que ahora hacía oscilar adelante y atrás, mientras esperaba a que le abrieran. Con el pie colocó la esterilla de modo que su perímetro coincidiese exactamente con las rayas del suelo.

Acudió a abrir la mujer de Alberto que, sin hacer caso de su mano tendida ni de la botella, lo atrajo, le dio un beso en la mejilla y le susurró al oído:

—No sé lo que habréis hecho, pero nunca había visto a Alberto tan contento. Pasa.

Ryan se aguantó las ganas de frotarse la oreja contra el hombro.

La soledad de los números primos||Adaptación Ryden||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora