Sarah se levantó pronto; había apagado la alarma del despertador y abandonado el cuarto evitando mirar a Brendon, que dormía en su lado con un brazo fuera de la sábana y apretándola con la mano, como si estuviera soñando que se agarraba a algo.
Se había dormido de puro agotado y había tenido una serie de pesadillas a cuál más tétrica. Y ahora sentía la necesidad de hacer algo con las manos, mancharse, sudar, cansar los músculos. Consideró ir al hospital y hacer un turno extra, pero sus padres venían a comer, como todos los segundos sábados de mes. Dos veces descolgó el teléfono con la intención de llamarlos y decirles que no fueran, que Brendon no se sentía bien, pero luego pensó que, aprensivos como eran, telefonearían para preguntar por el, ella volvería a discutir con su marido y sería peor.
Bebió leche de pie junto al frigorífico. Podía fingir que no pasaba nada, que esa noche era como las otras y seguir adelante como si tal cosa, como siempre había hecho; pero sentía una angustia nueva que le apretaba la garganta. Tenía el cutis tirante por las lágrimas que se le habían secado en las mejillas. Se enjuagó en el fregadero y se secó con el paño que colgaba al lado.
Miró por la ventana. Estaba nublado, pero el sol no tardaría en salir. En esa época del año siempre era así. En un día como ése habría podido salir en bici con su hijo, seguir la pista que bordeaba el canal, llegar al parque. Allí comprarían agua, se sentarían en un banco una media hora, regresarían luego a casa, esta vez por la carretera, y de camino pararían en la repostería a comprar pasteles para después de comer.
No pedía mucho; sólo la normalidad que siempre había merecido.
Brendon estaba sentado a la mesa de la cocina, bebiendo té, pensativo; delante no tenía otra cosa que el bote del edulcorante. Alzó los ojos y la miró.
— ¿Por qué no me has despertado?
Sarah se encogió de hombros. Se acercó a la pila y abrió el grifo.
—Estabas dormido.
Brendon volvió a beber su té.
—Hoy comeremos un poco más tarde —anunció ella.
Brendon se encogió de hombros.
—No tenemos ni por qué comer.
— ¿Y eso?
Él se frotó las manos más fuerte.
—No sé, era sólo una idea.
—Una idea nueva.
—Sí, tienes razón; una idea de mierda —replicó Sarah entre dientes.
Cerró el grifo y salió de la cocina casi corriendo. Al poco, Brendon oyó el chorro de la ducha. Llevó la taza al fregadero y volvió al dormitorio a vestirse.
Del lado donde dormía Sarah las sábanas estaban hechas un lío, con arrugas que el peso del cuerpo había aplanado. La almohada estaba doblada por la mitad, como si se hubiera tapado la cabeza con ella, y las mantas, retiradas con los pies, estaban amontonadas en la punta. El cuarto olía un poco a sudor, como todas las mañanas, y Brendon abrió la ventana para ventilarlo.
Los muebles que por la noche se le antojaran con vida, con aliento propio, no eran ahora sino los muebles de siempre, inertes como su resignación.
Hizo la cama estirando bien las sábanas y remetiéndolas bajo el colchón, doblando el embozo hasta la mitad de la almohada, como le había enseñado Sol. Luego se vistió. Olía el aroma de la crema de Sarah procedente del baño, y que el asociaba a las mañanas soñolientas de los fines de semana.
Se preguntó si la discusión de aquella noche traería consecuencias o si acabaría como siempre: Sarah saldría de la ducha y, antes de ponerse una blusa, lo abrazaría por detrás, apoyaría la mejilla en su pelo y así permanecería un rato, hasta que la rabia se le pasara. No había otra solución, de momento. Pero trató de imaginar qué pasaría si no, y absorta se quedó mirando las cortinas, que el aire abombaba un poco. Lo asaltó una viva impresión, casi un presentimiento de abandono, como el que había tenido en aquel barranco cubierto de nieve y más adelante en la habitación de Ryan, y como el que seguía sintiendo cada vez que veía la cama intacta de su madre. Se acarició con el dedo el puntiagudo hueso ilíaco, a cuyo afilado borde no estaba dispuesta a renunciar, y cuando advirtió pasos saliendo del baño se espabiló y volvió a la cocina con una preocupación precisa: la inminente comida.
Picó una cebolla y cortó un trozo de mantequilla, que dejó aparte en un platito. Todo aquello se lo había enseñado Sarah. El estaba acostumbrado a manipular la comida con un distanciamiento aséptico, ejecutando una sucesión de acciones cuyo resultado final le era ajeno.
Quitó la goma roja del manojo de espárragos, los lavó con agua fría y los dejó en el tajador. Puso al fuego una olla con agua.
Supo que Sarah entraba en la estancia por una serie de ruiditos que se aproximaban. Poniéndose tenso, esperó que lo tocara.
Pero ella se sentó en el sofá del salón y empezó a hojear distraídamente una revista.
—Sarah —lo llamó sin saber muy bien qué decirle.
Ella no contestó. Pasó la página con más ruido del necesario y se quedó con el borde entre los dedos, dudando si rasgarlo o no.
—Sarah —repitió el sin levantar la voz, aunque volviéndose.
— ¿Qué?
— ¿Me pasas el arroz, por favor? En la estantería de arriba. Estoy ocupado.
Era sólo una excusa, los dos lo sabían; era un modo de decirle que se acercara.
Sarah arrojó la revista sobre la mesa —golpeó una media cáscara de coco que hacía de cenicero y lo hizo girar—, se cogió las rodillas y así se quedó unos segundos, como pensándolo. Al cabo se levantó bruscamente y, dirigiéndose al fregadero, le preguntó con rabia, sin mirarlo:
— ¿Dónde?
—Ahí.
Sarah arrastró con estrépito una silla hasta el frigorífico y se subió. Iba descalzo. Brendon le miró los pies como si no los conociera y le resultaron atractivos.
Ella cogió la caja del arroz, que estaba ya abierta, y la agitó. Y sonriendo de un modo que a Brendon le pareció siniestro, inclinó el paquete y fue dejando caer el arroz poco a poco, como una lluvia blanca.
— ¿Qué haces? —se alarmó el.
Fabio rió.
—Ahí tienes el arroz.
Y empezó a sacudir la caja, esparciendo arroz por toda la cocina. Brendon se acercó y le dijo que parara, pero él no hacía caso.
—Como en nuestra boda, ¿recuerdas? —exclamó—. ¡En nuestra maldita boda!
El la agarró por la pierna para detenerlo, pero élla le vertió arroz en la cabeza; algunos granos quedaron enredados en su pelo lacio. De nuevo le dijo que parara y alzó la cara.
Un grano de arroz le cayó en un ojo y le hizo daño. Así cegado, le propinó un golpe. Sarah reaccionó sacudiendo la pierna y propinándole una patada en el hombro izquierdo. Desequilibrado, Brendon trató de afirmarse sobre la pierna coja, mas inclinándose primero hacia delante y luego hacia atrás, como un gozne desquiciado, cayó al suelo.
Asustada, Sarah siguió un momento de pie en la silla, con la caja vacía boca abajo, mirando a su marido hecha un ovillo en el suelo, como un gato. Tuvo un acceso de lucidez fulminante.
Bajó de la silla.
— ¿Te has hecho daño, Bren? A ver, deja...
Quiso girarle la cara, pero el la rechazó.
— ¡Déjame!
—Cariño, perdona —se disculpó ella—. No te habrás...
— ¡Vete! —chilló Brendon con una potencia de la que ninguno de los dos la hubiera creído capaz.
Sarah se apartó al instante. Las manos le temblaban. Dio dos pasos atrás, balbució «Está bien» y corrió al dormitorio. Volvió al poco con unos jeans y una blusa, y sin mirar a su marido, que seguía en el suelo, salió a la calle.
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No pregunten la razón, solo estén felices que he actualizado más de dos capítulos.
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La soledad de los números primos||Adaptación Ryden||
FanficEn una clase de primer curso Ryan Ross había estudiado que entre los números primos hay algunos aún más especiales. Los matemáticos los llaman números primos gemelos: son parejas de números primos que están juntos, o, mejor dicho, casi juntos, pues...