— ¿Qué pasa, mi amorcito? —preguntó Soledad a Brendon, ladeando un poco la cabeza para cruzar su mirada. Desde que Grace estaba ingresada comía con ellos, porque estar solos los dos, padre e hija, frente a frente, les resultaba insoportable.
El padre había tomado la costumbre de no cambiarse de ropa al volver del trabajo, y cenaba con chaqueta y corbata, que se aflojaba un poco, como si estuviera de paso. Mientras cenaba leía un periódico y sólo a ratos levantaba la vista, para ver si el hijo tomaba al menos algún bocado.
Comer en silencio era ya norma y sólo molestaba a Sol, que se acordaba siempre de los bulliciosos almuerzos de su casa, cuando era una niña y no se imaginaba que le esperaba aquel futuro.
Brendon, que ni siquiera había mirado la chuleta y la ensalada que tenía en el plato y sólo bebía agua, a traguitos y mirando el vaso que se llevaba a los labios con los ojos bizcos, sería como si tomara un medicamento, se encogió de hombros y dirigió a Sol una fugaz sonrisa.
—Nada, que no tengo hambre —contestó por fin.
Su padre volvió la página nerviosamente, y antes de posar de nuevo el periódico en la mesa lo sacudió con ímpetu y echó un vistazo al plato intacto de el hijo, aunque nada dijo, empezó a leer, desde la mitad y sin entender de qué iba, el primer artículo que cayó bajo sus ojos.
—Sol —añadió Brendon.
— ¿Sí?
— ¿Cómo te conquistó tu marido? La primera vez, digo. ¿Qué hizo?
Soledad dejó de masticar un momento y luego prosiguió más lentamente, para tomarse su tiempo. Lo primero que le vino a la memoria no fue el día que conoció a su marido, sino la mañana en que se levantó tarde y, descalza, lo buscó por toda la casa. Con los años todos los recuerdos de su vida conyugal se habían concentrado en aquellos pocos instantes, como si el tiempo compartido con su marido no hubiera sido sino el preludio del fin. Recordó que aquella mañana se había quedado mirando los platos sin fregar de la noche anterior y los cojines en desorden del sofá. Todo estaba exactamente como lo habían dejado y se oían los mismos ruidos de siempre. Sin embargo, algo había en la disposición de los objetos, en el modo como la luz incidía en ellos, que la dejó clavada en medio del salón, con el alma en vilo. Y de pronto supo, con una claridad abrumadora, que él se había ido.
Dio un suspiro de afectada nostalgia y contestó:
—Todos los días me recogía en el trabajo y me llevaba a casa en bicicleta. Y me regaló unos zapatos.
— ¿Unos zapatos?
—Sí, blancos, de tacón alto. —Sonrió y con los dedos indicó la longitud del tacón. Preciosos.
El padre de Brendon soltó un resoplido y se rebulló en la silla, censurando tácitamente aquel tema de conversación. Brendon se imaginó al marido de Soledad saliendo de la zapatería con la caja bajo el brazo. Lo conocía por la foto que ella tenía colgada sobre la cabecera de su cama, en cuyo cáncamo había insertada una ramita de olivo.
Así distrajo un momento su pensamiento, aunque no tardó en ocuparlo de nuevo Ryan, para no dejarlo ya; había pasado una semana y seguía sin llamar a Brendon.
Pues iré ahora mismo, se dijo.
Pinchó y comió un poco de ensalada —el vinagre le escoció en los labios—, para que su padre viera que se alimentaba, y aún masticando se levantó de la mesa y dijo:
—Tengo que irme.
Enarcando las cejas, su padre repuso:
— ¿Y se puede saber adónde, a estas horas?
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La soledad de los números primos||Adaptación Ryden||
FanficEn una clase de primer curso Ryan Ross había estudiado que entre los números primos hay algunos aún más especiales. Los matemáticos los llaman números primos gemelos: son parejas de números primos que están juntos, o, mejor dicho, casi juntos, pues...