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Casi nunca miraba a los alumnos. Sentía como si aquellos ojos claros que ellos clavaban en la pizarra y en su persona pudiesen desnudarlo. Se limitaba a escribir sus fórmulas y ecuaciones y a explicarlas como si se las explicara a sí mismo. En aquella aula enorme, desproporcionada, la docena de estudiantes de cuarto curso que asistían a sus clases de topología algebraica se sentaban en las tres primeras filas, más o menos en los mismos sitios siempre, dejando uno vacío en medio, como él mismo hacía cuando iba a la universidad, aunque en ninguno de aquellos alumnos se reconocía en absoluto.

En el silencio reinante, oyó al fondo la puerta del aula que se cerraba, pero siguió con su demostración sin volverse. Sólo cuando hubo acabado, y repasaba una página de apuntes que en realidad no necesitaba y ordenaba los folios, notó que una nueva silueta ocupaba el margen superior de su campo visual. Alzó la cabeza y vio a Audry sentada en la última fila, vestida de blanco y con las piernas cruzadas; no lo saludó.

 Ryan fue presa del pánico pero, disimulando, pasó a explicar el siguiente teorema. Pronto perdió el hilo y se excusó para consultar los apuntes, sin lograr concentrarse. Entre los estudiantes se levantó un murmullo de extrañeza, pues era la primera vez en todo el curso que veían dudar al profesor.

Retomó la demostración y la completó de una tirada, deprisa, torciéndose hacia abajo cada vez más a medida que se acercaba al borde derecho de la pizarra. Las dos últimas ecuaciones tuvo que escribirlas comprimidas en la esquina de arriba, porque no le quedaba espacio.

Algunos estudiantes tuvieron que inclinarse hacia delante para ver los exponentes y subíndices que se confundían con los números circundantes. Y aún faltaba un cuarto de hora para acabar la clase cuando Ryan dijo:

—Okay I'll see you tomorrow.

Dejó la tiza y se quedó mirando cómo los alumnos, un tanto perplejos, se levantaban, se despedían con un ademán y salían del aula.

Audrey seguía en su sitio, en la misma postura, y nadie pareció fijarse en ella.

Se quedaron solos. Parecían lejísimos uno de otro. Audry se levantó al mismo tiempo que él echaba a andar hacia ella. Se encontraron a mitad del aula y se detuvieron a más de un metro de distancia.

—Hola —dijo él—. No pensaba...

—Ya —lo atajó ella, mirándolo con decisión—. Ni siquiera nos conocemos. Siento haberme presentado aquí...

—No, no... —repuso él, pero Audrey no lo dejó seguir.

—Al despertarme y no verte... Al menos podrías haber... —Se interrumpió.

Ryan hubo de bajar los ojos porque le escocían, como si hubiera estado sin parpadear un buen rato.

—Pero da igual —prosiguió ella—. Yo no voy detrás de nadie, ya no tengo ganas. — Le tendió un papel y Ryan lo cogió—. Éste es mi teléfono, pero si decides usarlo no tardes mucho.

Los dos miraron al suelo. Audrey hizo amago de adelantarse, llegó a levantar los talones, pero al final dio media vuelta.

—Adiós.

Ryan carraspeó sin decir nada. Tuvo la impresión de que hasta que ella llegara a la puerta pasaría un tiempo infinito, infinito y aun así insuficiente para decidir, pensar algo. Audrey llegó a la puerta, se detuvo y dijo:

—No sé lo que es, pero me gustas.

Y se marchó. Ryan miró el papel: sólo había un nombre y una serie de cifras, la mayoría impares. Volvió a la cátedra, recogió sus cosas pero no salió del aula hasta que fue la hora.

En el despacho, Alberto estaba hablando por teléfono, con el auricular entre mentón y mejilla para tener las manos libres. Saludó a Ryan enarcando las cejas.

Cuando colgó, se reclinó en el asiento, estiró las piernas y le preguntó con una sonrisa cómplice:

—Qué... ayer trasnochamos, ¿eh?

Ryan evitó mirarlo y se encogió de hombros. Alberto se levantó, rodeó la silla de su amigo y le sacudió los hombros como un entrenador a un púgil. A Ryan no le gustaba que lo tocasen.

—Entiendo, no te apetece hablar. Alright then, cambiemos de tema. He redactado un borrador del artículo, ¿quieres verlo?

Ryan asintió; empezó a tabalear sobre la tecla 0 del ordenador en espera de que el otro le quitara las manos de los hombros. Algunas imágenes de la noche anterior, las mismas de siempre, cruzaron por su mente como débiles destellos.

Alberto volvió a su silla, se sentó pesadamente y empezó a buscar el artículo entre un montón de papeles.

—Por cierto, ha llegado esto para ti.

Y lanzó un sobre a la mesa de Ryan, que lo miró sin cogerlo: su nombre y la dirección de la universidad aparecían escritos con una espesa tinta azul que seguramente había atravesado el papel. Una R inmensa de Ryan estaban unidos por un trazo cóncavo que, arrancando del primero sin tocarlo, bajaba suavemente hasta el segundo; una sola raya horizontal servía para el gancho de la y, y en general todas las letras estaban algo inclinadas y como montadas unas con otras. 

Cualquiera de aquellas letras, incluso sólo la asimetría de la línea de la R de Ross, le habría bastado para reconocer que era de Alice.

Tragó saliva y buscó a tientas el abrecartas en el segundo cajón de la mesa, su sitio. Lo hizo girar nerviosamente entre los dedos e introdujo la punta por la solapa del sobre. Las manos le temblaban y para dominarse apretó la empuñadura.

Alberto lo observaba desde su mesa fingiendo que no encontraba las hojas que ya tenía delante. Podía apreciar cómo le temblaban los dedos, y habría visto también la carta si Ryan no la ocultara con la palma de la mano. Observó que su amigo cerraba los ojos unos segundos y al abrirlos miraba a un sitio y a otro como desorientado, súbitamente ausente.

— ¿Quién te escribe? —se atrevió a preguntar.

Ryan lo miró con una especie de estupor, como si no lo reconociera. Haciendo caso omiso de la pregunta, se levantó y dijo:

—He de ir.

— ¿Qué?

—He de ir. A Italia...

Alberto se levantó como para impedírselo.

—Pero ¿por qué? ¿Qué pasa?

Se acercó instintivamente y quiso leer la carta, pero Ryan la protegía contra el estómago, como si fuera un secreto. Tres de las cuatro esquinas blancas sobresalían entre sus dedos, dejando suponer que era un papel cuadrado, nada más.

—No lo sé —contestó, y ya tenía un brazo metido en la manga del abrigo—. Pero he de ir.

— ¿Y el artículo?

—Cuando vuelva. Entretanto sigue tú.

Y se fue antes de que Alberto pudiera protestar.

La soledad de los números primos||Adaptación Ryden||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora