En la piel y más Hondo (1991)

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El horrible jarrón de cerámica blanco con arabescos florales dorados que ocupaba desde siempre un rincón del baño pertenecía a la familia Urie hacía cinco generaciones, pero en realidad no gustaba a nadie. Brendon había tenido muchas veces el impulso de estamparlo contra el suelo y tirar luego sus inestimables añicos al contenedor de enfrente, adonde iban a parar también las cajas de puré vacías, las compresas usadas —no suyas, por cierto— y los blísteres de los ansiolíticos que tomaba su padre.

Brendon pasó un dedo por el jarrón y comprobó lo frío, liso y limpio que estaba. Pensó en Soledad, la sirvienta ecuatoriana, que se volvía más y más meticulosa con el paso de los años, porque en la casa Urie se cuidaban los detalles. Recordó el día que se presentó la criada; ella apenas tenía seis años y se quedó mirándola al amparo de la falda de su madre. Soledad se inclinó y le dijo con expresión maravillada: «¡Qué pelo más bonito tienes! ¿Puedo tocarlo?» Él quiso contestar que no, pero se mordió la lengua. Soledad tomó un mechón de su pelo castaño y lo palpó como si fuera un trozo de seda; le parecía mentira que existiera cabello tan fino.

Brendon se quitó la camisa con la respiración contenida y cerrando los ojos.

Cuando los abrió y se vio reflejado en el gran espejo del lavabo, se llevó una grata sorpresa. Enrolló el elástico del calzoncillo un par de veces, de modo que quedara sólo un poco por encima de la cicatriz y lo bastante tirante para formar un puente entre los dos huesos de la pelvis. Por el hueco así creado entre el calzoncillo y el vientre aún no pasaba el dedo índice, pero el meñique sí, lo que la alegraba horrores. Sí, debo hacérmelo aquí, se dijo.

Una nota musical, como el de Pete.

Se puso de perfil, mirándose el derecho, que era, como solía decirse a sí mismo, el bueno, se peinó de un lado, resultó que parecía un demente. Se decidió peinar el cabello hacia atrás, como lo llevaba Pete, que gustaba a todos.

Pero tampoco así le quedaba bien.

 Apoyándose en el lavabo adelantó la cara hasta tenerla a unos centímetros del espejo, tan rápidamente que tuvo la impresión de que los ojos se solapaban formando un único y terrible ojo ciclópeo. Con el aliento caliente formó un halo en el cristal que le tapó parte de la cara.

No se explicaba de dónde sacaban Pete y sus amigos aquellas miradas que hacían estragos a todos; miradas implacables y seductoras, que con un imperceptible arqueo de cejas lo mismo fulminaban que perdonaban la vida.

A Brendon intentó mostrarse provocativo ante el espejo, pero no consiguió sino verse torpe, menear los hombros sin gracia y moverse como bajo los efectos de un anestésico.

Estaba convencido de que su problema eran sus siempre colorados mofletes; sepultaban sus miradas, cuando lo que él quería era que salieran disparadas de las órbitas y se clavaran como espinas afiladas en el corazón de las personas con que se cruzaba; quería que su mirada no fuera indiferente a nadie, que en todos dejara una huella imborrable.

Pero nada; por mucho que perdía barriga y culo, los carrillos seguían igual de inflados.

Llamaron a la puerta.

—Bren, a cenar —resonó la odiosa voz de su padre a través del cristal esmerilado.

No contestó. Se chupó las mejillas para ver qué aspecto tenía.

—Bren, ¿estás ahí? —insistió su padre.

El besó su reflejo sacando los labios y tocando con la lengua la fría superficie. Cerró los ojos y, como se hace en los besos de verdad, empezó a girar la cabeza a un lado y otro, aunque demasiado mecánicamente para que resultara creíble. El beso que él deseaba aún no lo había encontrado en la boca de nadie.

La soledad de los números primos||Adaptación Ryden||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora