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George Ross había renunciado hacía tiempo a penetrar en el oscuro universo de su hijo. Cuando su mirada recaía por descuido en aquellos brazos cubiertos de cicatrices, pensaba en las noches que había pasado en vela registrando la casa en busca de objetos cortantes; noches en que Danielle, atiborrada de sedantes, dormía con la boca abierta en el sofá porque no quería seguir compartiendo lecho con él; noches en que el futuro parecía no ir más allá del día siguiente y él contaba las horas por el toque de campanas que sonaban a lo lejos.

El convencimiento de que una mañana encontraría a su hijo boca abajo sobre una almohada ensangrentada se había incrustado tan hondo en su mente que acabó haciéndose a la idea de que él no existía... aunque en aquel momento lo llevase sentado al lado en el coche.

Lo conducía al nuevo colegio. Llovía, pero tan levemente que no hacía ruido.

Semanas antes, la directora del instituto científico E.M. los había convocado a él y Danielle a su despacho para, según escribió en la agenda de clase de Ryan, «informarles de cierta situación». Al principio se anduvo por las ramas y se explayó hablando de lo sensible y extraordinariamente inteligente que era el muchacho, que en todas las asignaturas sacaba nueve de media.

El señor Ross, por motivos formales que sin duda sólo a él importaban, quiso que su hijo estuviera presente. Sentado junto a sus padres, Ryan se pasó todo el tiempo con la vista clavada en las rodillas y apretando los puños, con lo que acabó haciéndose sangre en la palma izquierda: dos días antes Danielle, en un momento de distracción, había olvidado revisarle las uñas de esa mano.

Ryan oía a la directora como si hablase de otra persona, y recordó el día en que, cuando iba a quinto, la maestra Rita, después de cinco días seguidos sin decir él palabra, lo hizo sentar en medio del aula y pidió a los demás que se colocaran a su alrededor. Empezó entonces a decir que seguramente Ryan tenía un problema del que no quería hablar con nadie, que era un niño muy inteligente, quizá demasiado para su edad, y pidió a sus compañeros que lo ayudaran, le dieran confianza y se hicieran amigos suyos. Cuando le preguntó a Ryan, que se miraba los pies, si quería decir algo, él habló por fin, para pedir permiso de volver a su sitio.

Concluidos los elogios, la directora fue al grano —aunque el señor Ross no se hizo cargo hasta unas horas después— y comenzó a hablar de cierto malestar manifestado por todos los profesores de Ryan, una vaga sensación de inadecuación frente a aquel muchacho excepcionalmente dotado que no parecía querer relacionarse con sus compañeros.

En este punto hizo una pausa, se reclinó en su cómoda butaca, abrió una carpeta en la que no pareció consultar nada y la cerró como recordando de pronto que había personas en su despacho; insinuó entonces a los Ross, en muy estudiados términos, que el instituto E.M. quizá no podía responder debidamente a las exigencias de su hijo.

Cuando, durante la cena, su padre le preguntó si quería cambiar de colegio, él se encogió de hombros y se quedó observando el destello del tubo fluorescente en el cuchillo de la carne.

***

—En realidad no llueve oblicuo —dijo Ryan mirando por la ventanilla y sacando al padre de su ensimismamiento.

— ¿Qué? —preguntó George, sacudiendo la cabeza

.—Viento no hace, o se moverían también las hojas de los árboles —explicó Ryan.

Su padre se esforzó por seguir el razonamiento. En verdad le importaba poco, seguramente no era más que otra excentricidad del chico.

— ¿Y?

—Las gotas resbalan torcidas por el cristal, pero es porque nos desplazamos. Midiendo el ángulo que forman con la vertical se podría calcular la velocidad a la que caen.

Ryan siguió con el dedo la trayectoria de una gota. Acercó la cara al parabrisas, echó el aliento y con el índice trazó una línea en el vaho.

—No empañes el cristal que luego quedan marcas —le advirtió su padre.

Ryan no hizo caso.

—Si no viéramos nada fuera del coche, si no supiéramos que estamos moviéndonos, no habría manera de saber si es por culpa de las gotas o nuestra —dijo.

— ¿Culpa de qué? —preguntó el padre, desconcertado y algo irritado.

—De que resbalen tan oblicuas.

George Ross asintió con gesto grave, aunque sin comprender. Habían llegado. Detuvo el coche y echó el freno de mano. Ryan abrió la portezuela y una bocanada de aire fresco entró en el habitáculo.

—A la una vengo a recogerte —dijo George.

Ryan asintió con la cabeza. El señor Ross se inclinó un poco para darle un beso, pero el cinturón lo detuvo. Se reclinó de nuevo en el asiento y observó a su hijo bajar y cerrar la portezuela.

***

El nuevo colegio estaba situado en una bonita zona residencial de la colina. El edificio databa de tiempos del fascismo y pese a las recientes reformas seguía desentonando en medio de aquellas lujosas villas; era un bloque rectangular de cemento blanco, con cuatro filas horizontales de ventanas equidistantes y dos escaleras de emergencia pintadas de verde.

Ryan subió los dos tramos de escalinata que conducían a la entrada, donde otros chicos esperaban en grupos el primer timbrazo, y se quedó aparte, fuera de la marquesina, aunque se mojaba.

Cuando entró, buscó el panel en que figuraba un plano de las aulas, para no pedir ayuda a los bedeles.

El aula de segundo F estaba al final del pasillo del primer piso. Entró dando un profundo suspiro y aguardó pegado a la pared del fondo, con los pulgares metidos en las presillas de la mochila y una expresión que decía tierra trágame.

Los nuevos compañeros que iban tomando asiento le lanzaban miradas aprensivas, sin sonreírle. Algunos cuchicheaban y Ryan estaba seguro de que hablaban de él.

Se fijaba en los sitios que quedaban libres, y cuando el que había junto al de una chica con las uñas pintadas de rojo fue ocupado, sintió alivio. Al fin la profesora entró en el aula y Ryan se escurrió hasta el único que había quedado sin ocupar, al lado de la ventana.

— ¿Eres tú el nuevo? —le preguntó el compañero, que parecía tan solo como él.

Ryan asintió con la cabeza, sin mirarlo.

—Yo soy Spencer —se presentó el otro, y le tendió la mano. Ryan se la estrechó blandamente y dijo hola.

—Bienvenido —añadió Spencer

La soledad de los números primos||Adaptación Ryden||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora