El principio de Arquímedes (1984)

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Cuando los dos gemelos eran pequeños y Juiliette hacía alguna de las suyas, por ejemplo, lanzarse por la escalera con el tacatá o meterse un guisante en la nariz — que luego había que sacarle en urgencias con unas pinzas especiales—, su padre siempre se dirigía a Ryan, el primero que nació, y le decía: «Mamá tenía el útero demasiado estrecho para los dos», o: «A saber la que armasteis ahí dentro. Seguro que de tanto patear a tu hermana la desgraciaste.» Y se echaba a reír, aunque la cosa no tenía ninguna gracia; y aupaba a Juiliette y le restregaba la barba por la carita.

En esas ocasiones, Ryan los miraba alzando la vista y riendo también, y oía las palabras de su padre como si se le filtrasen por ósmosis, sin entender bien lo que significaban. Dejaba que se depositaran en sus entrañas, donde parecían, formar una capa espesa y viscosa, como de poso de vino añejo.

La risa de su padre se convirtió en sonrisa tensa cuando vio que, con veintisiete meses, Juiliette no decía una sola palabra, ni siquiera mamá, caca, yaya o ajo. Sólo daba grititos inarticulados, grititos que parecían clamar en el desierto y que su padre no oía sin estremecerse.

Cuando tenía cinco años y medio, una logopeda de gruesas gafas le puso delante una tabla rectangular de aglomerado en la que había cuatro huecos de distinta forma —una estrella, un círculo, un cuadrado y un triángulo—, y otras tantas piezas de color que debía encajar en los correspondientes huecos.

Juiliette se quedó mirando aquello maravillada.

—A ver, Juiliette, ¿dónde va la estrella? —le preguntó la logopeda.

La pequeña bajó los ojos y observó las piezas del juego sin tocar ninguna. La doctora cogió la estrella y se la puso en la mano.

— ¿Ésta dónde va, Juiliette?

Juiliette miraba a todas partes y a ninguna. Se llevó la estrella a la boca y empezó a mordisquear una punta. La logopeda se la retiró y le repitió la pregunta por tercera vez.

—Juiliette, va, haz lo que te dice la doctora —gruñó su padre, incapaz de seguir sentado donde le habían dicho que se sentara.

—Por favor, señor Ross —le dijo la doctora, conciliadora—, a los niños hay que darles tiempo.

Juiliette se tomó el suyo. Un minuto. Al término del cual, emitiendo un agudo chillido, que lo mismo podía ser de alegría que de desesperación, colocó resueltamente la estrella en el hueco cuadrado.

Si Ryan no hubiera comprendido por sí solo que a su hermana le pasaba algo, ya se habrían encargado de hacérselo ver sus compañeros de clase, por ejemplo, Simona Volterra, que cuando iban a primero y la maestra le dijo: «Simona, este mes te sentarás con Juiliette», ella se negó cruzando los brazos y contestó: «Yo con ésa no me pongo.»

Aquel día Ryan dejó que la tal Simona y la maestra discutieran un rato, y al final dijo: «No se preocupe, yo me siento con mi hermana.» Y todo el mundo pareció aliviado: la misma Juiliette, la tal Simona, la maestra... Todos menos él.

Los dos gemelos se sentaban en primera fila. Juiliette se pasaba todo el tiempo coloreando dibujos, lo que hacía esmeradamente, pero saliéndose de los contornos; aplicaba los colores sin ton ni son, azul para la piel de los niños, rojo para el cielo, amarillo para los árboles; cogía el lápiz como si fuera una batidora, empuñándolo, y apretaba tanto que cada dos por tres rasgaba el papel.

Y mientras, a su lado, Ryan aprendía a leer y escribir y a hacer las cuatro operaciones aritméticas —fue el primero de la clase en aprender a dividir con resto—; su mente funcionaba como un engranaje perfecto, del mismo modo misterioso como la de su hermana funcionaba de manera tan defectuosa.

La soledad de los números primos||Adaptación Ryden||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora