El otro cuarto (1995)

103 17 2
                                    


20

Ryan tenía razón: uno tras otro, los días se habían deslizado sobre la piel como un disolvente, llevándose cada uno una finísima capa de pigmento del tatuaje de Brendon y de los recuerdos de ambos. Los contornos, igual que las circunstancias, seguían allí, negros y bien perfilados, pero los colores se habían mezclado y desvaído hasta acabar fundidos en un tono mate y uniforme, en una neutral ausencia de significado.

Los años del instituto fueron para ambos como una herida abierta, tan profunda que no creían que fuera a cicatrizar jamás. Los pasaron como de puntillas, rechazando él el mundo, sintiéndose Brendon rechazado por el mundo, lo que a fin de cuentas acabó pareciéndoles lo mismo. Habían trabado una amistad precaria y asimétrica, hecha de largas ausencias y muchos silencios, como un ámbito puro y desierto en el que podían volver a respirar cuando se ahogaban entre las paredes del instituto.

Con el tiempo, la herida de la adolescencia cicatrizó; sus labios fueron cerrándose de manera imperceptible pero continua. Y aunque a cada roce se abría un poco, enseguida volvía a hacerse costra, más gruesa y dura. Al final se había formado una capa de piel nueva, lisa y elástica, y la cicatriz, de ser roja, había pasado a ser blanca y confundirse con las demás.

Estaban tumbados en la cama de Brendon, Ryan con la cabeza hacia un lado, Brendon hacia el otro, ambos con las piernas dobladas de manera forzada, para no tocarse con ningún miembro. Brendon pensó en girarse, meter la punta del pie entre las piernas de Ryan y fingir que no se daba cuenta. Pero estaba seguro de que él se retiraría en el acto y prefirió ahorrarse esa pequeña decepción.

Ninguno de los dos había propuesto poner música. No tenían pensado hacer nada especial; simplemente estar allí, dejando que la tarde de domingo pasara y llegara de nuevo la hora de hacer algo necesario, como cenar, dormir y empezar la semana. Por la ventana abierta entraban la luz amarillenta de septiembre y el rumor intermitente de la calle.

Brendon se puso en pie, lo que apenas agitó el colchón junto a la cabeza de Ryan, y con los puños en jarras y el pelo cayéndole por la cara y ocultando su severa expresión, le dijo:

—No te muevas.

Le pasó por encima y con la pierna buena, arrastrando la otra como si fuera postiza, saltó de la cama. Brendon pegó la barbilla al pecho y lo observó moverse por el cuarto; vio que abría una caja cuadrada que había sobre el escritorio y en la que no había reparado.

Y cuando se giró, Brendon tenía un ojo cerrado y el otro en la mirilla de una vieja cámara fotográfica. Ryan intentó incorporarse pero él le ordenó:

—Quieto ahí, te he dicho que no te muevas.

Y disparó. La Polaroid sacó una lengua blanca y fina que Brendon agitó para que se fijaran los colores.

— ¿De quién es? —le preguntó Ryan.

—De mi padre. Estaba en el sótano. La compró hace mucho, pero nunca la ha usado.

Él se sentó en la cama. Brendon dejó caer la foto en la alfombra y le tomó otra.

—Para, para —protestó él—, que en las fotos parezco tonto.

—Tú siempre pareces tonto. —Y le sacó otra—. Creo que quiero ser fotógrafo; sí, decidido.

— ¿Y la universidad?

Brendon se encogió de hombros.

—La universidad le interesa a mi padre. Que vaya él.

— ¿Vas a dejarla?

La soledad de los números primos||Adaptación Ryden||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora