30
Una mañana, a las diez, fingiendo una determinación que le costó tres vueltas a la manzana, se presentó en el estudio de Marcello Crozza y le dijo que quería aprender el oficio y si podía tomarla como aprendiz. Crozza, que estaba sentado a la máquina del revelado, se volvió a mirarlo y le contestó que por el momento no podía pagarle. No tuvo valor para decirle que no porque también él había hecho lo mismo muchos años atrás, con una emoción cuyo recuerdo era lo único que le quedaba de su pasión por la fotografía, una emoción que, pese a las muchas desilusiones, no quería vedarle a nadie.
Trabajaba sobre todo con fotos de gente en vacaciones, familias de tres o cuatro miembros, en playas o ciudades conocidas por su arte, abrazados en medio de la plaza de San Marcos o al pie de la torre Eiffel, con los pies cortados y siempre en la misma pose; fotos tomadas con cámaras automáticas, sobreexpuestas o desenfocadas, y que al final Brendon ni miraba: las revelaba y las metía en el sobre amarillo y rojo de la casa Kodak.
El trabajo consistía más que nada en estar en la tienda, recibir los carretes de veinticuatro o treinta y seis fotos que los clientes llevaban a revelar, entregarles el correspondiente resguardo y decirles que podían recogerlas al día siguiente; cobrar, dar las gracias y decir adiós.
Algunos sábados iban a bodas. Crozza lo recogía en su casa a las nueve menos cuarto, vestido siempre con el mismo traje pero sin corbata, al fin y al cabo era el fotógrafo, no un invitado.
Al llegar a la iglesia montaban un par de focos. Una de las primeras veces a Brendon se le cayó uno en los escalones del altar y se hizo trizas. Miró aterrorizado a Crozza, pero éste, aunque hizo una mueca como si una de aquellas esquirlas se le hubiera clavado en la pierna, acabó diciéndole que no pasaba nada y que lo recogiera.
Crozza lo quería y no sabía por qué; quizá porque él no tenía hijos, o porque desde que el trabajaba en la tienda podía irse al bar a las once a mirar la bonoloto y al volver Brendon le sonreía y le preguntaba si eran ricos; o quizá porque era cojo, o porque le faltaba la madre como a él le faltaba una esposa y eso era algo que tenían en común; o porque temía el momento en que el se cansase y de nuevo le tocara cerrar la persiana por la noche y volverse solo a casa, donde nadie lo esperaba, sintiendo la cabeza vacía pero muy pesada.
Pero pasó un año y medio y Brendon seguía allí. Tenía sus propias llaves y cuando él llegaba por las mañanas lo encontraba ya en la tienda, barriendo la puerta y hablando con la dueña del ultramarinos contiguo, a la que él nunca había pasado de decir buenos días. Le pagaba en negro, quinientos euros al mes, pero el día que había boda y al final de la jornada la llevaba a casa en su Lancia, sacaba la cartera de la guantera y, despidiéndose hasta el lunes, le daba un billete de cincuenta.
A veces, Brendon le enseñaba sus fotos y le pedía opinión, aunque para entonces ambos sabían que ya nada tenía que enseñarle. Se sentaban ante el mostrador, él los observaba alzándolas a la luz y le daba algún que otro consejo sobre el tiempo de exposición o cómo sacar más provecho del obturador. Le prestaba su propia Nikon cuando se la pedía y en su fuero interno había decidido regalársela el día que se fuera.
—El sábado nos vamos de boda —dijo Crozza; era la fórmula que usaba para decir que ese día había trabajo.
Brendon estaba poniéndose el chaleco vaquero; esperaba que Sarah pasara a recogerla de un momento a otro.
—Vale. ¿Y dónde?
—La ceremonia es en la iglesia de la Gran Madre, el convite en un chalet privado; gente de pasta —contestó él con un deje desdeñoso, aunque al punto se arrepintió, porque sabía que también Brendon era de familia acomodada.
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La soledad de los números primos||Adaptación Ryden||
FanfictionEn una clase de primer curso Ryan Ross había estudiado que entre los números primos hay algunos aún más especiales. Los matemáticos los llaman números primos gemelos: son parejas de números primos que están juntos, o, mejor dicho, casi juntos, pues...