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El avión voló en plena noche y los pocos insomnes que lo vieron desde tierra sólo vislumbraron unas lucecitas intermitentes que, como una constelación ambulante, surcaban el negro y fijo firmamento; y ninguno de ellos lo saludó alzando la mano, que esto sólo los niños lo hacen.

Ryan Subió al primer taxi de la fila que había frente a la terminal. Cuando pasaban por el paseo marítimo ya se veía una débil claridad surgiendo en el horizonte.

—Stop here, please —dijo al taxista.

—Here?

—Yes.

Pagó la carrera y se apeó. Se dirigió por el césped a un banco situado a unos diez metros y que parecía puesto adrede allí para contemplar la nada. Dejó el bolso de viaje en el asiento pero no se sentó.

Una uña de sol despuntaba ya en el horizonte. Trató de recordar cómo se llamaba en geometría esa figura plana delimitada por un arco y un segmento, pero no lo consiguió. El sol, como si tuviera prisa por salir, parecía moverse más rápido que en pleno día y podía percibirse su movimiento. Los rayos que rasaban la superficie del agua se veían rojos, naranjas y amarillos y Ryan sabía por qué, aunque saberlo nocambiaba nada ni lo distraía.

La curvada costa era plana y estaba siendo azotada por el viento, y él era el único que la contemplaba.

Por fin la gigantesca bola roja se despegó del mar como una pelota incandescente. Por un instante Ryan pensó en los movimientos rotatorios de astros y planetas, en que el sol se ponía de noche a sus espaldas y salía al día siguiente por delante, y así un día tras otro, entrando y saliendo del agua, lo mirara él o no lo mirara. Pura mecánica, conservación de la energía y del momento angular, fuerzas que se contrarrestaban, impulsos centrípetos y centrífugos, trayectorias que no podían ser distintas de como eran.

Poco a poco los colores se apagaron y del fondo fue emergiendo el azul claro de la mañana, invadiendo primero el mar y luego el cielo.

Ryan se sopló las manos, que el viento salobre había entumecido, y se las metió en los bolsillos de la chaqueta. En el derecho había algo. Lo sacó: era un papel doblado en cuatro. El número de Audrey. Leyó la secuencia de cifras y sonrió.

Esperó a que se extinguiera el último fulgor violeta del horizonte y, entre la neblina que se disipaba, se encaminó a casa.

A sus padres les gustaría aquel amanecer. Quizá algún día los trajera a verlo, y luego pasearían hasta el puerto y desayunarían sándwiches de salmón. Él les explicaría el fenómeno y cómo las infinitas longitudes de onda se funden para formar la luz blanca; les hablaría de espectros de absorción y de emisión y ellos aprobarían sin comprender.

El aire frío de la mañana le entraba por la chaqueta pero no quiso cerrársela bien; olía a limpio. Lo esperaba una ducha, una taza de té caliente y un día como cualquier otro, y no necesitaba más.

La soledad de los números primos||Adaptación Ryden||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora