El sábado del episodio del arroz, Sarah lo llamó al móvil por la noche. Brendon se preguntó por qué no lo había hecho primero al teléfono de casa, y se dijo que quizá porque éste era de los dos y en aquel momento no quería compartir nada con el. Fue una conversación breve, y aun así llena de silencios. Ella le dijo, como quien lo tiene bien decidido, que esa noche se quedaba allí, el le contestó que también podía quedarse al día siguiente y el tiempo que quisiera. Aclarados estos engorrosos pormenores, Sarah añadió que lo sentía, y el colgó sin decirle que también.
No volvió a responder al teléfono. Sarah dejó pronto de insistir y el, en un acceso de autocompasión, se sintió aún más abandonado. Caminando descalzo por el piso, recogió unas cuantas cosas de su mujer, documentos y alguna ropa, y lo metió todo en una caja que dejó en la puerta.
Una tarde, al volver el del trabajo, la caja ya no estaba. Sarah no se había llevado muchas cosas más; los muebles continuaban en su sitio y el armario seguía lleno de ropa suya. Sólo entre los libros del salón vio algunos huecos, espacios negros que hablaban del hundimiento de un mundo; mirándolos, Brendon comprendió por primera vez que la separación era un hecho, una realidad cruda, práctica, objetiva.
Con cierto alivio se entregó al abandono. Se dijo que todo lo había hecho siempre por alguien, y que ahora que estaba solo bien podía por fin rendirse, abandonarse. Disponía de más tiempo para hacer las mismas cosas, pero la invadía una suerte de pereza, de cansancio, la sensación de desplazarse a través de un líquido viscoso. Acabó descuidando hasta las tareas más sencillas; la ropa sucia se amontonaba en el baño, pero el, que se pasaba horas echado en el sofá, aún sabiendo que lavarla exigía un mínimo esfuerzo, no veía razón alguna para mover un músculo.
Pretextó una gripe para no ir al trabajo. Dormía mucho más de lo que necesitaba, incluso de día. Ni siquiera bajaba las persianas, sólo tenía que cerrar los ojos para suprimir la luz, borrar los objetos circundantes, olvidar su cuerpo odioso, cada vez más débil pero no menos tenazmente aferrado a las sombras. Seguía sintiendo el peso de las consecuencias como una losa que la oprimía incluso cuando dormía, y dormir, con un sueño pesado y cargado de pesadillas, le era cada vez más indispensable. Si se le secaba la garganta, tenía la sensación de que se ahogaba; si el brazo dormido le hormigueaba, era que un perro se lo devoraba; si, de tanto dar vueltas, sacaba los pies de las mantas y se le quedaban helados, se veía de nuevo en aquel barranco, hundido en la nieve hasta el cuello. En este caso, sin embargo, casi nunca tenía miedo; estaba paralizado y sólo podía mover la lengua, que sacaba para probar la nieve; la nieve estaba dulce y quería comérsela, pero, ay, no podía girar la cabeza; así que se quedaba quieto, esperando a que el frío le subiera por las piernas y le congelara la sangre.
Despertaba con la cabeza llena de pensamientos incoherentes. No se levantaba hasta que no había más remedio y la confusión de su mente empezaba a disiparse, no sin dejarle una niebla lechosa, recuerdos de sueños interrumpidos que se mezclaban con los reales y no parecían menos verdaderos. Entonces erraba por el apartamento silencioso como fantasma de sí mismo en lenta búsqueda de lucidez. Me estoy volviendo loco, pensaba a veces. Pero no le importaba. Al contrario, sonreía satisfecho, porque por fin elegía el.
Por la noche comía hojas de lechuga directamente de la bolsa. Eran levísimas y crujientes y sólo sabían a agua. No las comía para saciar el hambre, sino para cumplir con el rito de la cena y matar aquel lapso de tiempo con el que de otro modo no habría sabido lidiar. Y comía lechuga hasta que aquella materia liviana la asqueaba.
Se vaciaba de Sarah y de sí mismo, de todos los esfuerzos inútiles que había hecho para llegar allí y descubrir que nada había conseguido. Observaba con curiosidad distante el resurgir de sus flaquezas y obsesiones, y se decía que esta vez se rendiría a ellas, ya que sus propias decisiones no la habían llevado a nada. Luchar contra ciertas partes de nuestro ser es imposible, se decía también, y se complacía en volver a sus tiempos de chiquillo, cuando Ryan y poco después también su madre se habían ido a dos lugares distintos pero igualmente lejanos de el. Ah, Ryan... De nuevo pensaba en él, era como otra de sus enfermedades, de la que en realidad no deseaba curarse. Se puede enfermar de recuerdos, y el enfermó con el de aquella tarde en el coche frente al parque, cuando le tapó con un beso la visión de aquel horror.
Por mucho que hacía memoria de todos los años vividos con Sarah, ni un momento recordaba que le encogiese tanto el corazón, que se representase con los mismos vívidos colores, que reviviese con el mismo estremecimiento en la piel, en la raíz del pelo, entre las piernas.
Hubo, verdad es, un momento intenso, cierto día que fueron a cenar a casa de Riccardo y su mujer; recordaba que rieron y bebieron mucho, y que luego, ayudando a Alessandra a lavar los platos, un vaso se le rompió entre las manos y se cortó la yema del pulgar; soltó el vaso y profirió un quejido, no muy fuerte, apenas un susurro, pero Sarah lo oyó y acudió en su ayuda: la llevó a la luz, le examinó el dedo y, para restañar la herida, se inclinó y la chupó; chupó su sangre como si hubiera sido propia, mientras el dedo en la boca alzaba hacia el los ojos, aquellos ojos transparentes cuya mirada no sabía sostener. Y luego, apretándole el dedo herido, lo besó en la boca, y el sintió el sabor de su propia sangre en la saliva de ella, y se imaginó que circulaba por todo el cuerpo de su mujer y volvía a el limpia, como en una diálisis.
Recordaba, sí, aquel momento, pero había olvidado muchos otros, porque el recuerdo de las personas que no amamos es superficial y se evapora pronto. Lo que quedaba ahora era un cardenal, aunque ya casi invisible, allí donde Sarah le había dado aquella patada.
A veces, sobre todo por la noche, pensaba en sus palabras: «Yo así no puedo más.» Se pasaba la mano por el vientre y trataba de imaginar lo que sería tener un hijo ahí. «Explícame qué es.» Pero nada había que explicar. No existía una razón o no sólo una. No existía un principio. Era que el no quería a un hijo, y punto.
Quizá debería decírselo así, pensaba.
Y cogía el móvil, repasaba la agenda hasta la F, deslizaba el dedo gordo por las teclas como esperando pulsar por descuido la de llamada. Pero al final no se decidía: ver de nuevo a Sarah, hablar con ella, recapitular... se le antojaba un esfuerzo sobrehumano. Y prefería quedarse en casa, viendo cómo la capa de polvo que cubría los muebles del salón crecía un poco más cada día.
ESTÁS LEYENDO
La soledad de los números primos||Adaptación Ryden||
FanfictionEn una clase de primer curso Ryan Ross había estudiado que entre los números primos hay algunos aún más especiales. Los matemáticos los llaman números primos gemelos: son parejas de números primos que están juntos, o, mejor dicho, casi juntos, pues...