Antes de dirigirse a la pista de aterrizaje, el avión en que viajaba Ryan sobrevoló la mancha verde de la colina y la basílica y dio un par de vueltas sobre el centro de la ciudad. Tomando como punto de referencia el puente más viejo, Ryan distinguió el edificio donde vivían sus padres; seguía teniendo el mismo color que cuando él se había ido.
Avistó también el parque, no lejos de la casa, flanqueado por dos avenidas que se unían describiendo una amplia curva y dividido por el curso del río. La tarde era límpida y desde lo alto se veía todo: nadie habría podido pasar desapercibido.
Se asomó más para ver lo que el avión dejaba atrás. Siguió la calle sinuosa que ascendía un trecho de ladera y reconoció la vivienda de los Urie, un edificio de fachada blanca y ventanas muy juntas que parecía un enorme bloque de hielo. Un poco más arriba estaba la escuela de su infancia, con aquella escalera de emergencia verde, de metal frío y áspero.
El lugar donde había pasado la mitad de su vida, la mitad ya concluida, semejaba una inmensa maqueta de piezas cúbicas de colores y seres inanimados.
En el aeropuerto tomó un taxi. Su padre se había ofrecido para ir a esperarlo, pero Ryan había rehusado en un tono que no admitía réplica y que sus padres conocían muy bien.
Se apeó en la acera de enfrente y se quedó contemplando su antigua casa. Al hombro llevaba un bolso de viaje que pesaba poco: traía ropa limpia para dos o tres días como mucho.
La puerta del edificio estaba abierta. Subió al primer piso y llamó al timbre; dentro no se oyó ningún ruido. Al poco le abrió su padre.
Incapaces de decirse nada, se sonrieron y se miraron como midiendo el tiempo transcurrido en lo cambiados que estaban.
George Ross estaba viejo. No sólo por el pelo blanco y las abultadas venas que le surcaban el dorso de las manos, sino también por el modo de estar de pie ante su hijo, el imperceptible temblor que le estremecía el cuerpo, el tener que sujetarse del pomo como si las piernas ya no lo sostuvieran bien.
Se abrazaron llenos de turbación. A Ryan el bolso se le deslizó del hombro y se interpuso entre ellos; lo dejó caer al suelo. Sus cuerpos seguían teniendo la misma temperatura. George Ross acarició el pelo del hijo y a su memoria acudieron muchos recuerdos que le produjeron una gran congoja.
Ryan lo miró para preguntarle por su madre y él se adelantó:
—Mamá está descansando, no se encuentra muy bien. Debe de ser el calor de estos días.
Ryan asintió.
— ¿Tienes hambre?
—No. Sólo quiero un vaso de agua.
—Ahora mismo.
Su padre se dirigió a la cocina como si hubiera estado esperando cualquier pretexto para alejarse. Ryan se dijo que eso era todo lo que quedaba del amor de los padres, pequeñas atenciones, preocupaciones como las que los suyos enumeraban por teléfono todos los miércoles: la comida, el calor y el frío, el cansancio, a veces el dinero. Todo lo demás, conversaciones nunca entabladas, excusas que dar o recibir, recuerdos que corregir, formaba como una masa petrificada que yacería a profundidades insondables para siempre.
Cruzó el pasillo camino de su cuarto. Estaba seguro de que lo encontraría tal cual lo había dejado, como un ámbito inmune a la erosión del tiempo y donde tendría la sensación de que todos aquellos años de ausencia no habían sido sino un breve paréntesis. Pero lo encontró completamente cambiado y experimentó una frustración enajenante, similar a la horrible sensación de dejar de existir. Las paredes, antes pintadas de azul claro, estaban ahora empapeladas en tono crema, lo que hacía el cuarto más luminoso. En el sitio de su cama habían colocado el sofá que tantos años había estado en el salón. Su escritorio sí seguía frente a la ventana, pero encima ya no se veía nada suyo, sólo una pila de periódicos y una máquina de coser. No había fotos, ni suyas ni de Jiuliette.
Se quedó parado en la puerta como si no le estuviera permitido entrar. Su padre vino con el vaso de agua y pareció leerle el pensamiento.
—Tu madre quería aprender a coser —dijo como justificándose—. Pero se cansó pronto.
Ryan bebió el agua de un trago. Dejó el bolso junto a la pared, donde no estorbara.
—He de salir un momento —dijo.
— ¿Salir? Pero si acabas de llegar...
—Tengo que ver a una persona que me espera.
Sorteó a su padre evitando mirarlo y pegándose a la pared; sus cuerpos eran demasiado parecidos, engorrosos y adultos para estar tan próximos. Llevó el vaso a la cocina, lo enjuagó y lo puso boca abajo en el escurridor.
—Vuelvo esta noche —añadió.
E hizo un ademán de despedida a su padre, que ahora estaba de pie en medio del salón, en el mismo sitio donde, en la otra vida, había abrazado a su madre y hablado de él. No era verdad que Bendon lo esperase, no sabía siquiera dónde encontrarlo; pero tenía que irse de allí cuanto antes.
![](https://img.wattpad.com/cover/84674022-288-k819677.jpg)
ESTÁS LEYENDO
La soledad de los números primos||Adaptación Ryden||
Fiksi PenggemarEn una clase de primer curso Ryan Ross había estudiado que entre los números primos hay algunos aún más especiales. Los matemáticos los llaman números primos gemelos: son parejas de números primos que están juntos, o, mejor dicho, casi juntos, pues...