Era una mañana cualquiera de un julio cualquiera en una calle cualquiera de la ciudad de Nueva York.
Lucía alzaba su rostro hacía un cielo plenamente soleado que la abrigaba tiernamente bajo su calor. Los rayos de luz, siempre molestos para la vista, la obligaban a entrecerrar sus ojos y la invitaban a enviar sus pensamientos allá a lo alto, bien lejos. Ahí donde todo podía suceder, donde todo lo que soñaba podía ser real.
Lucía creía en imposibles. Con una fe inquebrantable.
La señorita Dante había nacido en una calurosa tarde de diciembre en la Patagonia argentina y se había criado alrededor del mundo. Viajaba de ciudad en ciudad, escapando de la llegada del frío, para vivir en un verano eterno y constante. Lo suyo era el calor, así le gustaba.
Lucía hacía todo lo que gustaba. Sin prejuicios ni pretextos absurdos.
El asfalto ardía por las altas temperaturas, lo sentía en la planta de sus pies pero no le molestaba; todo lo contrario, le traía más de un recuerdo valioso. Por alguna extraña razón, sentía que estaba en el lugar y en el momento correcto, su fuego interno estaba entusiasmado y expectante.
Distraída, absorta de lo que sucedía a su alrededor (para no perder la costumbre); Lucía estaba como en su propio mundo. Pensaba en cosas lindas y sonreía sin tapujos. Lo hacía porque se sentía viva y, para ella, eso significaba muchísimo. De hecho, lo significaba todo.
Lo cierto es que apreciaba con verdadera gratitud cada instante de vida y se aferraba, incluso, a los detalles más insignificantes. Esos que muchos dan por sentado y no valoran hasta que se es demasiado tarde. Para ella, nada era tarde, no existían los mañanas. La vida se resumía en un constante aquí y ahora.
En aquel ahí y ahora, Lucía Dante era inmensamente feliz.
Y es que no había dudas, era un esplendido día de verano. El ambiente estaba impregnado de un calor denso, el suficiente como para recordarle sus vacaciones por Buenos Aires cuando era pequeña. Lo justo y necesario como para hacerla sentir especial. Única y especial, así era ella.
Una de sus compañeras de cuarto, la que hablaba un idioma del que poco entendía y que tenía un nombre imposible de pronunciar, le había prestado su vieja bicicleta para poder conocer la ciudad. No era una bicicleta muy linda, pero se las había arreglado para decorarla con unos pañuelos muy coloridos que guardaba de uno de sus tantos viajes por el mundo. Otra vez, única y especial.
Su cabello castaño, casi rojizo a la luz del sol, iba suelto y rebelde, moviéndose libremente junto a la brisa. Tal como le apetecía. Llevaba unos shorts de jean desgatados, que ella misma había cortado de algún pantalón viejo, y una remera muy colorida que no desentonaba en el pastiche de matices con el que había disfrazado a la bicicleta.
En su pequeña mochila de tela ecológica, que había comprado en alguna feria perdida de algún país perdido por ahí, llevaba todas las cosas que, se supone, se consideran de valor. Algo de dinero (el poco que le quedaba), sus documentos, su extravagante cuaderno de ideas (así lo llamaba) y una vieja y destartalada agenda que aún usaba desde el año 2011.
A Lucía no la desvivía la riqueza, no necesitaba de mucho, su filosofía de vida residía en los pequeños detalles.
Aunque el ruido del tráfico era bastante caótico, propio de hora pico, no había conseguido arrancarla de sus pensamientos. Daba golpecitos con su pie derecho al compás de la música que escuchaba con sus auriculares y tarareaba, gustosa, parte de la letra. Se trataba de una dulce canción que hablaba de las calles de Nueva York. Esas mismas que ansiaba tanto conocer.
Lucía tenía como manía diseñar playlists con canciones que hablaban de las ciudades a las que viajaba y las iba escuchando a lo largo de sus recorridos. De esta manera, anclaba recuerdos a cada una de ellas para, cuando al momento de partir llegara, pudiera revivirlos al darle play a su reproductor de música. Viajar y vivir a través de la música, de eso se trataba.
La melodía que estaba escuchando era preciosa y se encontraba tan inmersa en su pequeña burbuja, que era completamente ajena a lo que sucedía a su lado.
Estacionados junto a ella, en un BMW Z4 negro, Bruno Harper e Ian Williams discutían sobre algo. Quién sabe qué, quién sabe por qué; lo hacían tan a menudo que a veces hasta a ellos les costaba precisar por qué sucedía. De todos modos, todas sus discusiones terminaban de la misma forma: alguno de los dos decía algo gracioso y sellaban la paz entre risas y bromas.
Quién manejaba el automóvil de lujo era Bruno. Hijo de Samuel y Lydia Harper. Samuel, un abogado de mucho prestigio, socio fundador de la firma Harper-Williams, había fallecido junto a su amada esposa, una maestra de grado, en un accidente de tránsito cuando su único hijo tenía 12 años. Hoy con 27, Bruno era quien representaba ese respetado apellido en aquel buffet de abogados que aún presidia Jeremy Williams.
Jeremy y su mujer Martha, habían albergado al joven Bruno luego de la catástrofe, y lo criaron con todo el amor del mundo como un hijo más. Después de todo, las familias Harper y Williams tenían en común un extenso pasado de amistad y fraternidad. Adoraban a Samuel y a Lydia, y lo hacían tanto más a Bruno, quién veía en los hijos gemelos de sus padres adoptivos, Sarah e Ian, a dos hermanos y compañeros de vida.
Las discusiones entre ambos eran naturalmente inevitables. Los jóvenes Harper y Williams eran (repitiendo la historia de sus padres), como se dice comúnmente, el agua y el aceite.
Bruno era el deportista de la familia, literalmente, hasta que una lesión en su codo derecho lo había obligado a abandonar el circuito profesional de tenis. Al igual que el deporte que tanto amaba, era individualista y bastante solitario, muy metódico, altamente competitivo y tremendamente perspicaz, tanto mental como físicamente.
En la vereda de enfrente estaba Ian, con su sonrisa desfachatada que todo lo podía, de espíritu libre y rebelde. Describirlo a él nunca podía resultar preciso puesto que Ian Williams era tan cambiante e impredecible como el clima de Nueva York.
Sumergidos en nueva disputa acerca de la música que debía sonar dentro del auto (y del por qué uno de ellos tenía más derecho que el otro a elegirla), Bruno ponía en movimiento su BMW ante el avance del trafico. Un fuerte estruendo, seguido a una serie de palabras en un idioma que les resultaba completamente ajeno, los sorprendió a ambos.
Lo que ninguno de los dos había podido notar era que, en medio de su pelea, una joven en bicicleta se había cruzado en su camino. Como resultado del descuido de los tres, el auto de lujo había golpeado a la vieja bicicleta llena de pañuelos de colores, que ahora yacía en el suelo junto a una Lucía en completo estado de shock.
Pobres jóvenes Harper y Williams. Lo que les esperaba.
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IPSA [Finalizada]
RomanceLucía Dante y Bruno Harper nacieron en distintos países y hablan distintas lenguas, sin embargo, tienen un pasado en común: a ambos los atraviesa la pérdida, son sobrevivientes. El destino caprichoso decidió un día cruzarlos, para curarse, para com...