XlV: La Habana

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Lucía lanzó un suspiro de alivio puro. Experimentó un regocijo que hizo eco en todo su cuerpo. Una inyección de adrenalina y frenesí que corrió por sus venas. Quiso saltar de la alegría y abrazarlo con toda sus fuerzas.

–Quedás libre, oficialmente –anunció George Scott, Doc. G, luego de quitarle la ultima tira de vendaje del tobillo. Finalmente, el ansiado día había llegado.

Con la fascinación del niño que explora algo por primera vez, movió su pie derecho formando pequeños círculos. Estudió cada sensación y, con agrado, notó que ya no sentía dolor. Llevó su mano al tobillo y lo acarició con reparo.

No le entraban en el cuerpo las ganas inmensas que tenia de poder caminar sin preocupación. Era hiperactiva por demás y ya se sentía hastiada de la vida de encierro que llevaba en el departamento de Bruno. El lugar era precioso, y aún más lo eran las atenciones de él, pero ya quería valerse por sí misma. Necesitaba volver a andar en bicicleta y chocar contra el viento. Pasear bajo la lluvia y ponerse a bailar cuando la canción que le gustaba sonaba en la radio.

En esa última semana de reposo, la más dura (porque los días duraban más canciones de lo normal), había hecho una lista de todas las cosas que quería hacer ni bien pudiera volver a caminar. Quería hacerlo todo. Y quería hacerlo con Bruno.

Harper le acarició la espalda en aliento. Estaba tan contento y liberado como ella. Sabe Dios, cuánto había padecido la desesperacióin de Lucía en los últimos días. La sensación de libertad era compartida.

–Entonces puedo hacer lo que quiera –se aseguró dirigiéndose a George. Tras el asentimiento del doctor, sonrió hasta con el alma.

–Vas a tener que tener un poco de cuidado nada más –le advirtió– no es que mañana vayas a correr una maratón. Vida normal, –la miró con satisfacción pero con reproche– la que me venias reclamando tanto.

A Lucía, que se había concentrado en lo primero, se le iluminaron los ojos de la emoción porque recordó algo que había mencionado Bruno. Una de las pocas historias que él había compartido con ella.

–Nunca corrí una de esas. Justamente B me contó de sus carreras, –lo miró para contar con su complicidad– están en mis lista de cosas por hacer.

–Tranquila Usain Bolt –inquirió George agarrándola de los hombros–. Por el momento ese tipo de cosas están prohibidas.

Lucía frunció la nariz y se detuvo a pensar en lo excitante que era para ella el término prohibido.

–Además, me gustaría que hagas un poco de fisioterapia –tomó la planilla que había apoyado en la camilla y comenzó a calcular las posibilidades–. Para tu suerte, Thomas es muy bueno en eso, le voy a dar unos horarios libres para que te pueda acompañar.

La mención de Dickinson rompió la burbuja de júbilo en la que Lucía se suspendía.

–Los últimos días estuvo muy distante –se lamentó– quizás esté ocupado en algo.

Su amigo ya no respondía con tanto entusiasmo sus mensajes y comenzó a dejar pasar las invitaciones de Lucía para comer con ella. Las visitas eran cada vez más esporádicas.

Bruno, que había sido testigo de lo triste que la tenía ese asunto, volvió a acariciarle la espalda. Lo hacía todo el tiempo. Cada vez que estaba dolorida, molesta o melancólica. Una noche, ella misma, le confesó entre susurros, cuánto la reconfortaba aquel gesto suyo de cariño.

–Seguro que va a poder –la consoló dándole un beso en la frente– te adora.

–Tommy es especial –sumó Doc. G– es muy reservado con sus asuntos personales. Que se aleje, no significa que no le importes, creeme.

IPSA [Finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora