XXVII: Orlando

59 10 2
                                    

Lucía abrió los ojos de repente, y juró ver burbujas de colores en el aire. Aquello parecía magia. Parecía una de esas películas de Disney que tanto le gustaban. Parecía.

Los rayos de luz que entraban por la ventana, se mezclaban con el estado de ensueño y con el cansancio de una noche agitada. Pensó que estaba soñando. Quizás así lo deseaba.

Se refregó los ojos, y divisó a lo lejos a Sarah. Su amiga dormía despatarrada sobre el diván dónde la había visto por última vez la noche anterior. Toda despeinada y con una compresa de hielo sobre la frente. Era una imagen cómica y bizarra. Una de sus piernas estaba sobre el respaldo y la otra caía en el suelo. Justo ahí, a su lado, sobre una alfombra que era preciosa (pero que no se veía cómoda) dormía Ian. Los gemelos estaban agarrados de la mano. Como si fueran chicos otra vez. Como si, de verdad, él fuera un caballero andante.

Nunca llegó a pensar que eso si era parte de un sueño. O de su imaginación. Eso era completamente real. Los hermanos Williams podían ser odiosos entre sí, pero daban la vida por el otro. Nadie podía pone en discusión eso. Pobre el que lo hiciera.

Al otro lado de la sala. En uno de los sillones individuales. En los que ella se había recostado por la tarde mientras charlaba y reía con sus amigas, descansaba Thomas. Lucía sonrió con ternura. Porque el enfermero podría haberse ido a dormir a la suite reservada para ellos, sin embargo, ahí estaba. Al pie del cañón. Como siempre lo había hecho desde el día que se habían conocido.

Aquel día de verano que lo había cambiado todo. Que los había cambiado. A todos.

Por pensar en ello, Bruno se le vino a la cabeza. (Y no es que necesitara muchas excusas para hacerlo.)

Se imaginó a Harper vestido de caballero andante. Después de todo, lo había imaginado de pequeña cuando su mamá le leía cuentos de hadas. En aquel ahí y ahora, su príncipe azul era real. Tan real como la amistad que atesoraba con Thomas o la incondicionalidad entre Sarah e Ian. Su príncipe era de carne y hueso. De puros músculos y sonrisa que todo lo podía.

Lo buscó con la mirada por toda la sala. A lo largo y a lo ancho, y no lo encontró.

A su lado, Ruth dormía y ocupaba la mayor parte de la cama. De seguro estaba soñando porque hacia ruiditos graciosos y lanzabas al aire palabras incoherentes. Arrugaba la nariz y movía las manos como si estuviera explicando algo. Lucía se tapó la boca para no echarse a reír. Para ella, los sueños eran sagrados. Como los libros. Como la reserva de golosinas que escondía en una de sus valijas.

Con mucho cuidado de no hacer ruido, salió de la cama arrastrándose. Muy despacio como para no despertar a ninguno de los bellos durmientes. En puntitas de pie, casi sin respirar, se dirigió a la kitchenette de la suite.

Al entrar, la abordó un aroma espectacular. El aire sabía a algo dulzón y se le hizo agua la boca. Hasta le hizo ruido la panza.

–Siempre con hambre –la saludó Winston desde un extremo de la pequeña habitación. Perry estaba apoyado contra la pared, muy cerca de la ventana, observando el paisaje. Tenía las piernas cruzadas y una taza de café humeante en la mano.

–Esa soy yo –replicó Lucía rascándose la cabeza y acomodándose el improvisado pijama que llevaba. No sabía cómo pero Bruno la había desvestido y le había puesto su camisa. La misma que había usado esa noche. Olía a almizcle y alcohol.

En puntitas de pie continuó su camino, acercándose a la mesada. Devoró con los ojos la fila de manjares que allí había. Eso sí era un verdadero desayuno de campeones.

Lucía tomó un cupcake de chocolate con leche y le proporcionó un mordisco generoso. Lanzó un gemido de satisfacción que hizo reír a Winston. Cerró los ojos en deleite.

IPSA [Finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora