(108.214 canciones después)
Era una mañana cualquiera de un julio cualquiera en una calle cualquiera de la ciudad de Nueva York.
El calor invadía de forma caprichosa e irreverente cada espacio de la geografía de aquella parte del mundo. El sol se alzaba en lo alto con toda su magnitud, y desplegaba una órbita de rayos que lo iluminaban todo.
La poca brisa que había, venía a cuenta gotas; y tan sólo para dejar en el aire una ofrenda de alivio. Las copas de los arboles parecía inmóviles, estaban quietecitas; pero se las arreglaban para proteger a los andantes ocasionales que deambulaban por allí.
Las personas pasaban. Iban y venían. Algunas dejaban su historia, y otras, orgullosas, se las llevaban consigo. Más todos las tenían. Todos tenían su historia.
Lucía alzó el rostro hacía el cielo, y se perdió en la inmensidad del firmamento que la cubría. Le sonrió a la vida, porque la vida le sonreía a ella todas las mañanas. Cerró los ojos, inspiró profundo, tomó aliento, y viajó directo. Allá. Bien a lo lejos.
Dónde los imposibles en los que creía no eran cuentos de fábula ni fantasías rotas, allí los que tenían la capacidad de creer eran sabios y su locura era compartida. Dónde las canciones no tenían un principio, porque tampoco tenían un final; eran eternas y todos se las sabían. En ese lugar los caballeros andantes y las princesas rebeldes eran reales, y te los podías encontrar en el parque o en la fila de un banco. Ahí las flores crecían y nunca pero nunca se marchitaban. Lucía podía apostar su vida a que, ahí, las rosas venían de todos los colores y florecían en todas las estaciones.
Ese lugar tenía que estar lleno de magia. Tenía que estarlo.
Porque de seguro ahí, estaba Florencia. Allí la aguardaba expectante, con toneladas de helado bajo el brazo, con todo el que pudiera comer y mucho más. La esperaba con la esperanza de toda una lista de sueños por cumplir, e historias por contar. Porque desde ese lugar, Samuel y Lydia seguían atentos los pasos de su hijo. Con orgullo, y con un amor que podía romper cualquier distancia que impusieran entre ellos. Esas de tiempo y espacio. El amor podía romper cualquiera de esas barreras. Ahí el amor era invencible. Lo era todo.
Ahí estaba la madre de Thomas, tomando un té con la madre de Winston; estaban riendo y celebrando la historia de sus hijos. El padre de Teresa le cantaba una canción de amor a su esposa al oído; y el padre de su Rubí esperaba para hacerlo con ella. Es que en ese lugar, vivían todos los que habían conocido el amor. Por ese amor, eran eternos.
Lucía invocó a la magia y a la gracia de aquel sitio. Pidió fuerza y coraje para poder enfrentar la nueva aventura que había llegado con el nuevo día. Tomó prestada un poco de su energía y su sabiduría.
Por su parte, Bruno la sostuvo fuerte contra su cuerpo. Abrigándola, amándola. La recostó en su pecho y la cubrió con su calor. Su calor era aún más poderoso que el de aquel sol de verano. La condujo con cuidado por las calles, repitiendo el mismo recorrido que había transitado el día que lo había cambiado todo. Habían pasado años, sin embargo la conexión que sentían era la misma.
La misma que sintió Lucía aquel día al conocer a su caballero andante. La misma que Bruno profesó cada noche al hacerle el amor. Y cada mañana. Y cada tarde. En cada lugar al que fueron, en cada ciudad que conocieron, con cada sueño que se animaron a cumplir. La misma que honraron en Florencia, el día de su boda, rodeados de sus seres queridos. Y de la que fueron testigos en la unión de sus amigos.
Esa conexión tenía que ser mágica. Tenía que serlo.
Al igual que años atrás, Lucía tuvo miedo al llegar al hospital. Sintió el mismo temor frenético que corría por las venas de su esposo. Hasta que los médicos no se hicieron cargo de la situación, Bruno no pudo respirar con normalidad. Sólo en ese momento sintió que alma le volvía al cuerpo.
Cuerpo y alma unidos en un pacto de amor eterno.
Dante era toda una guerrera griega, y Harper era todo un dios del olimpo. Y así vivieron aquel momento. Lucharon, gritaron, lloraron y rieron, todo cuánto y cómo pudieron. Se sintieron vivos. Profundamente vivos. Cada instante lo significó todo. Significó toda una historia que vino después, y quizás algún día sea digna de otro relato.
En aquel ahí y ahora, Lucía Dante y Bruno Harper se volvieron a enamorar. Perdidamente. De ellos. Y de la nueva vida que habían traído al mundo. De mí.
Me miraron a los ojos. A su pequeña divinidad griega. Y me llamaron Ipsa.
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IPSA [Finalizada]
RomanceLucía Dante y Bruno Harper nacieron en distintos países y hablan distintas lenguas, sin embargo, tienen un pasado en común: a ambos los atraviesa la pérdida, son sobrevivientes. El destino caprichoso decidió un día cruzarlos, para curarse, para com...