XXI: Porto Alegre

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Teresa entró en la cocina de su La Pequeña La Habana por demás alegre y animada.

Afuera hacia un día verdaderamente precioso. El clima seguía siendo cálido, pero no tan pesado como lo había sido durante, probablemente, uno de los veranos más calurosos que recodaba haber vivido.

La llegada del otoño no solo había traído esa frescura particular en el aire, sino todo su color. Los más lindos, para ella. Las hojas de los árboles se fueron tiñendo con distintas gamas y representaban todo un espectáculo para sus ojos.

El otoño era su estación preferida del año. Por eso el segundo nombre de Ruth era Autumn. Ruth Autumn Martínez, la verdad es que sonaba un poco extraño pero a Teresa le encantaba (no tanto así a su hija).

La cuestión era que estaba tremendamente entusiasmada con la llegada de su estación favorita. Iba a ser su otoño número 52. Y uno, que iba a recordar y atesorar para toda la vida.

Lucía trapeaba los pisos mientras tarareaba una de sus las canciones de su playlist. Estaba echada en el suelo con los auriculares puestos, esos que tenía la imagen del Pato Donald y estaban emparchadas con metros de cinta.

A Dante le encantaba cantar o bailar cuando se ponía a limpiar. Y también le gustaba limpiar. Muchísimo, de hecho. Lo encontraba reparador y liberador. La ayudaba a desesterarse, a tomar decisiones importantes; era un desahogo, casi como una terapia. Una barata y eficiente.

Cuando Lucía se sentía mal, nerviosa por algo, o había alguna idea loca dándole vueltas en la cabeza; se ponía a ordenar, fregar pisos y doblar ropa. Si no había algo que limpiar, lo encontraba; y si no había ropa por doblar, tiraba toda la suya arriba de la cama y se ponía manos a la obra. Bruno se mataba de la risa cuando la veía vaciar (como loca) los cajones de sus prendas por toda la cama que ya compartían hace meses. Podía quedarse contemplándola por horas, muy entretenido. También lo hipnotizaba cuando la encontraba ordenando y cantando alguna canción que, aunque todavía no conocía, se moría por hacerlo.

A Bruno le encantaba descubrir las maravillas del mundo se su Lucía.

Teresa apoyó la caja que había cargado desde su casa (a tan solo unas cuadras) sobre una de las mesadas, y sonrió al toparse con el impresionante ramo de rosas que allí había. Miró la tarjeta y lanzó un suspiro cargado de romanticismo. Los mismos que regalaba cuando miraba, religiosamente, sus novelas de la tarde.

–Qué dulce, mariquita1 –exclamó en la lengua madre que ambas compartían. La llamaba así, por la melena rojiza de Lucía y que Teresa tanto adoraba.

Al no encontrar respuesta, se giró extrañada. Dante seguía en su mundo limpiando el piso y tarareando quién sabe qué canción.

–Mariquita –volvió a insistir, esa vez, alzando la voz.

Nada. No hubo respuesta. Lucía ni se inmutó, siquiera.

A Teresa no le llamó la atención aquello. A nadie que conociera más o menos, podría sorprenderle. Lucía viajaba constantemente a otros universos paralelos, vivía colgada de la luna y demás satélites.

Lucía Dante era una trotamundos. De uno poblado de puras fantasías.

Con la firme decisión de llamar su atención, se acercó hasta su hija del corazón y se agachó señalando un punto cualquiera en el suelo.

–¿Eso es una araña? –dijo en un tono que buscaba ser serio.

Al instante, al verdadero instante de esas palabras, Lucía se puso de pie soltando el trapo que tenía en sus manos y empezó a dar saltitos frenéticos. Cambiaba su peso de un pie al otro y, cerraba los ojos con tanta fuerza, que se le llenaba la cara de arruguitas.

IPSA [Finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora