XXIII: Estocolmo

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Lucía se despertó en la cama de la habitación del NewYork¬-Presbyterian Hospital. Todavía estaba un poco adolorida y aturdida. Intentó incorporarse y sentarse derecha pero, como en las veces anteriores, le vino un extraño mareo que la desestabilizó. Los médicos le habían explicado que no debía ejercer movimientos bruscos porque podría marearse, pero Lucía era obstinada, una verdadera cabeza dura. Vaya si lo era.

A Dante le molestaba sobremanera sentirse débil e inútil, por eso cerró los ojos y respiró muy profundo. Una y otra vez. Para tomar aliento y sacar a relucir toda esa fuerza interna que ella sabía que tenía. En cada exhalación, exorcizó los fantasmas del pasado que rondaban en el ambiente.

Invocó a la gracia divina y le pidió a cualquiera Dios que existiera que la hiciera sentir un poco mejor. Se lo pidió a su hermana también, cuya memoria estaba más presente que nunca. Pensar en ella, en lo que había pasado, le dolía más que cualquier golpe que llevaba en el cuerpo. Y es que los dolores del alma son los peores.

Cuando logró acomodarse, le dedicó una mirada fría a la habitación y se agitó ante el recuerdo. Lucía odiaba los hospitales y las salas de espera. La última vez que había transitado una por alguien más, había perdido demasiado. La había perdido. Como Bruno. Como los Williams. Como Thomas.

Como si hubiese presentido cuánto lo necesitaba, cruzó el umbral de la puerta de la habitación. En sus brazos tenía una bolsa de madera de compras con el logo de una de las tiendas de la zona.

–Showtime, Dante.

Lucía, que estaba con los ojos cerrados, quizás porque así podía simular que estaba en otro lugar, en un lugar mejor; sonrió en el reconocimiento de la dulce voz de su mejor amigo. Abrió los ojos y se encontró, también, con su sonrisa. Se sintió menos sola, un poquito mejor.

–Siento como si me hubiese llevado puesto algo –esbozó con un susurró. Tenía la boca seca y sentía un malestar en el cuerpo que la tiraba para abajo.

–Y eso es lo que te pasó, Dante. Más o menos –agregó queriendo imprimirle a sus palabras un sabor un tanto cómico. Su amiga era la primera que lo hacía, lo había aprendido/adoptado de ella.

–Estoy empezando a pensar que lo de andar en bici no es lo mío.

Thomas se agachó hacia Lucía y le plantó un dulce beso en la cabeza.

–Esta vez no fue tu culpa, preciosa –acomodó la ropa de cama y la arropó.

Lucía que había vuelto a cerrar sus ojos en respuesta al gesto cariñoso de su amigo, los abrió abruptamente.

–¿Esta vez? ¿Qué estas insinuando?

El enfermero se alejó con una risita y comenzó a vaciar el paquete que traía sobre la mesa auxiliar de la habitación.

–No estoy insinuando nada, es un hecho que te tiraste abajo del auto de Bruno –apuntó mientras leía la etiqueta de una de las bebidas energéticas que había comprado–. Y creo que fue lo mejor que hiciste en-la-vida –acentuó esa última parte mirándola fijo. Si caerse delante de un auto aseguraba ganarse el corazón de un bombón como Bruno Harper, él lo encontraba bastante tentador. Valían la pena todos los raspones y torceduras de tobillos del mundo.

–No me tiré, me crucé y el tonto no me vio –se defendió.

Thomas se acercó nuevamente a su amiga con una de las bebidas que trajo y un vaso de plástico en mano. Se sentó en la silla que descansaba junto a la cama.

–Le voy a contar que le dijiste eso para ganar puntos con él –acompañó sus palabras con un guiño.

–Se lo digo siempre a la cara –lo impugnó– y para tu información, te encuentra muy poco atractivo.

IPSA [Finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora