19-. Padres primerizos

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Mi respiración se detuvo por unos segundos, a la vez que aquellas palabras hacían eco en mi cabeza. ¿Yo? ¿Padre? Dentro de poco cumpliría veintitrés años y aún me sentía demasiado joven como para traer una vida al mundo. De hecho, no había ni considerado el asunto hasta la fecha. Aunque ahora no podía hacer más que asumir la responsabilidad de mis actos y cuidar de Alexandria y el bebé que crecía en su interior.

Mientras más lo analizaba, un torrente de emociones incontenibles me invadía: alegría, miedo, desconcierto, preocupación, nervios; e incluso me reproché a mí mismo por no habernos cuidado más. No podía tan siquiera decidir si quería llorar, reír, o celebrar a lo grande. Peor aún, no tenía ni la menor idea de cómo hacerme cargo de un bebé.

—¿Estás bien? Te noto pálido —la doctora me observó con inquietud.

—No se preocupe, eso no tiene importancia —forcé una sonrisa—. ¿Puedo ver a Alexandria? Lo necesito.

—Por supuesto, ven conmigo —asintió y me condujo al interior de la habitación.

Las paredes, el techo y el suelo eran de un color blanco inmaculado, tal como era de esperarse en un hospital. Al fondo se encontraban una pequeña ventana que servía para dejar que entrara algo de luz natural y un par de sillas, y en el centro una camilla, donde descansaba mi chica. En seguida, la doctora se retiró para dejarnos a solas y cerró la puerta a sus espaldas.

Los brillantes ojos azules de Alexandria se posaron sobre mí, y un leve rubor subió a sus mejillas mientras sonreía con nerviosismo. Vestía con un pantalón negro y una camiseta blanca que le puse antes de llamar a la ambulancia; su brazo estaba conectado a una vía intravenosa, y un hematoma comenzaba a manifestársele en la frente.

—Buenas noches, cariño —me senté a su lado—. Ya hablé con la doctora. Dijo que no hay que preocuparnos, fue solo un mareo.

—¿Te lo contó todo? —su voz sonaba entrecortada.

—Sí, todo —tomé su mano y acaricié el dorso con mi pulgar—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Temía que te lo tomaras a mal, que nos abandonaras a mí y al bebé.

—Jamás haría eso. Te amo a ti y amo al pequeño que habita en tu interior.

—¿No huirás? —la conocía lo suficiente como para saber que se estaba esforzando para reprimir las lágrimas—. Promete que te quedarás con nosotros, por favor.

—Alex...

—Promételo —sus dedos se cerraron alrededor de los míos—. Quiero saber que seremos una familia, una de verdad. 

—Entonces lo prometo. Prometo que siempre velaré por el bien de los tres —besé su frente con suavidad—. ¿Sabes si es un niño o una niña?

—Aún no, apenas tiene ocho semanas —se acarició la barriga con la mano libre—. ¿Crees que deforme mis tatuajes?

—No te preocupes por eso, no eres la primera mujer con el abdomen tatuado que sale embarazada. Cuando des a luz volverá a la normalidad.

—Me alegra escuchar eso —bajó la mirada—. Supongo que ahora entiendes por qué he estado tan mareada durante este tiempo —suspiró—. ¿Cuándo crees que me den el alta?

—Posiblemente en un par de horas, cuando te vean más estable.

—Oh vamos, estoy loca por volver a casa. Tanto olor a desinfectante no hace más que empeorar las náuseas.



El taxista estacionó frente a la fachada de nuestro hogar, le pagué con un billete doblado, y salí del vehículo junto a Alexandria. Acto seguido, cerré la puerta detrás de nosotros, y encendí la calefacción.

—¿Qué se supone que haces? —preguntó ella, ladeando la cabeza.

—Vi que temblabas. Tanto frío puede ser malo para el bebé.

—Espero que no te vuelvas sobreprotector durante los siete meses que quedan... —dejó de la frase a medias y se agarró del mueble más cercano para no perder el equilibrio.

De inmediato, la ayudé a sentarse en el sofá, y le serví un vaso de agua.

—Me impresiona lo muy en serio que te tomas el papel de padre —sonrió, antes de beber—. Aunque ahora, si me disculpas, preferiría dormir un rato —se levantó cuidadosamente y caminó con rumbo al dormitorio.

Esperé a que hubiese entrado, y entonces me dirigí al estudio. Cerré la puerta con pestillo, abrí una de las gavetas del escritorio, y ahí dentro hallé lo que buscaba: Un estuche metálico que había tomado durante el ataque a los templarios, dentro del cual yacían un cargador lleno de balas de plata, y por supuesto, su respectiva pistola. Era mi mayor garantía de que, si alguno de los lobos intentaba algo contra nosotros, lo pagaría muy caro.

Abrí el estuche, extraje la munición y cargué el arma. Eran exactamente nueve balas. En caso de que descubrieran mi traición y tuviera que defenderme de la manada, contaba con un disparo para todos, y uno de reserva, en caso de que lo necesitara.

Devolví la pistola a su escondite, le pasé llave a la gaveta y salí del cuarto sintiéndome mucho más tranquilo. A continuación, me acosté junto a Alex, la abracé por la cintura, y me quedé dormido.



Una vez más, había sido llevado al plano astral a la fuerza, para luego aparecer en medio de la Bahía de Hudson. En cuestión de instantes, fui rodeado por los otros lobos, que venían ataviados con sus respectivas capuchas negras. Varios pares de orbes amarillos se posaron sobre mí, y hasta entonces entendí por qué había sido convocado.

—Es por haber faltado esta tarde, ¿cierto?

—La manada exige saber cuál fue el motivo de tu ausencia —vociferó Abraham.

—Tengo cosas más importantes que hacer...

Antes de terminar la frase, Frost me dio una sonora bofetada.

—¡Insensato! La manada siempre debe tener el primer lugar —rugió, encolerizado—. Gente como tú ni siquiera merece ser parte de nosotros.

—¿Acaso se te olvida que fueron ustedes mismos los que me obligaron a unirme? —di un paso hacia él, y los demás licántropos se acercaron a la espera de que hiciera algún movimiento brusco.

—¡Ya basta! Se supone que estamos en el mismo equipo —reclamó Darwins—. Y no, no te trajimos solo para regañarte.

—¿Entonces, para qué?

—No podemos continuar sin un Alfa. Cada uno intenta ir por su cuenta y eso solo crea división, por lo que llevaremos a cabo una ronda de combates para escoger un sucesor.

—Me parece justo, ¿pero quién estará a cargo durante ese tiempo?

—Por decisión de la mayoría, Abraham Frost —respondió Darwins, frunciendo el ceño.

—Espero que no continúes causando problemas, Hunt —amenazó este—. De lo contrario, me aseguraré de convertir tu vida en un infierno.


Canción: Cold

Banda: Crossfade

Wolfhunt | Shining Awards 2017Donde viven las historias. Descúbrelo ahora