20-. Suegros

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—Despierta, Oli —dijo Alexandria, sacudiendo mis hombros con firmeza.

—¿Ah? ¿Qué ocurre? —murmuré, conteniendo un bostezo—. ¿Necesitas que te traiga algo? ¿El bebé está bien?

—No, nada de eso. Hoy vamos a visitar a mis padres para darles la noticia, ¿o ya lo olvidaste? 

—¿Olvidarlo? Por supuesto que no —mentí para evitar una discusión innecesaria, aunque al ver cómo fruncía el ceño, supe que no había funcionado—. Es solo que... 

—¿Qué? —arqueó una ceja y cruzó los brazos.

—Me odian, y ni siquiera se molestan en disimularlo —di media vuelta y enterré el rostro en la almohada.

—Exageras, simplemente les pareces una persona... diferente.

—Alex, soy el hombre que se llevó a su princesita de casa, es obvio que me odian.

—Brie es su princesita, yo soy la oveja negra —golpeó mi brazo con suavidad—. Anda, será solo un rato.

—¿Y yo qué gano? —levanté la cabeza para mirarla a los ojos.

—Tendrás una mejor relación con tus suegros —se encogió de hombros.

—Prefiero seguir durmiendo, al menos eso sí es posible...

—Espera, no he terminado de hablar —una sonrisa juguetona se manifestó en ella—. Si vamos y te portas bien, te lo sabré recompensar —se sentó sobre mi abdomen, inclinó su cuerpo, y sus labios quedaron a centímetros de los míos—. ¿Te gustaría, cariño?



Dos horas después, estaba sentado en el comedor de mis suegros, bajo la mirada depredadora de ambos. Alexandria no paraba de sonreír con nerviosismo, a la vez que un silencio incómodo se apoderaba por completo del lugar. 

Su padre era un hombre alto y gordo, de cabello negro casi rapado, facciones rústicas y una espesa barba negra que cubría parte de su rostro; vestía con un gastado pantalón azul, una camiseta blanca con antiguas manchas de café y sandalias de color beige. Su madre era más bien bajita y regordeta, de piel muy blanca, facciones delicadas, larga cabellera roja y unos penetrantes ojos azules; ella, por su parte, traía puesta una impecable bata blanca y caminaba descalza. 

La estancia era relativamente grande, las paredes estaban pintadas de azul pálido y una larga mesa de caoba se interponía entre ellos y nosotros.

—Nos alegra mucho verte por acá, mi niña —dijo mi suegra, rompiendo el silencio—. No pensé que tu novio te dejara volver a visitarnos, ya sabes, como es tan posesivo.

—Mamá, basta. Te he dicho mil veces que no había podido venir por trabajo, Oliver no tiene la culpa. 

—Y encima defiende al criminal ese —masculló, suponiendo que no la alcanzaría a oír.

—¿Qué dijo? —gruñí, haciendo amago de ponerme de pie.

—Cálmate, por favor —sentí cómo Alexandria me agarraba por la muñeca y volví a sentarme.

El silencio invadió nuevamente la habitación y todas las miradas se posaron en mí, a lo que me limité a rodear la cintura de mi chica con el brazo, y respirar hondo para no perder la paciencia. Entonces, su padre fue a la cocina por una taza de café caliente, regresó a su asiento y bebió un sorbo.

—Y bien, aún no nos has contado: ¿Qué te trae por acá? —inquirió su madre—. Dijiste que debíamos hablar los cuatro en persona.

Alexandria y yo cruzamos miradas, sus dedos se entrelazaron con los míos, y habiendo acordado previamente que sería ella la que soltara la bomba, me dediqué a observar la escena sin decir una sola palabra.

—Sí, sobre eso... Mamá, papá... —hizo una breve pausa—. Estoy embarazada.

—¿Qué? —exclamó mi suegro, escupiendo el trago que se había llevado a la boca.

—¡Tienes que estar de broma! —lo apoyó su esposa—. Ay no, sabía que esto iba a pasar desde que te mudaste con él. Debiste hacerle caso al ingeniero, al menos él sí tendría dinero para hacerse cargo de esto.

—Por supuesto que puedo encargarme de mi propia familia —saqué mi billetera y la abrí frente a ellos—. La gente tatuada también trabaja.

—¡Ya basta! Mamá, te he dicho cientos de veces que si estoy con Oliver es porque él es el único que me interesa. Él y nadie más —intervino mi chica—. Y, cariño, no caigas en sus provocaciones. Sabes que eso es lo que ella quiere.

Sus padres me dedicaron miradas asesinas e intercambiaron frases cortas en voz baja, haciendo que la tensión fuera en aumento. Nunca le agradé a ninguno de los dos, y se encargaban de hacérmelo saber a cada rato.

—Ya soy lo bastante adulta para tomar mis propias decisiones, deben entenderlo —Alex se había puesto seria—. No necesitamos un sermón cada vez que venimos ni mucho menos que discriminen a Oli por su apareciencia, recuerden que yo también tengo tatuajes —se arremangó el suéter, dejando apreciar los diseños que adornaban sus brazos.

—Creo que tienes razón, cariño. Si es el hombre que amas, debemos aceptarlo y...

—No, no debemos —su esposa golpeó la mesa con la mano abierta para hacer que se callara—. Hija, apenas tienes veintidós años. Aún es muy temprano para que decidas pasar el resto de tu vida con alguien y...

—Mamá, te casaste a los diecinueve.

La mujer abrió la boca para decir algo, lo pensó de nuevo y prefirió guardarlo para sí. Su esposo estaba cabizbajo, acariciándose la barba y con la mirada perdida en el suelo. Y yo, por mi parte, saboreaba el momento.

De improviso, la puerta de la casa se abrió y vimos entrar a Brianna con un sobre blanco en la mano. Traía puestos una sudadera rosada, pantalones ajustados de color gris oscuro, zapatos deportivos y el cabello recogido en una coleta.

—¡Papá, buenas noticias! Pasé la prueba de admisión en la universidad, podré ser abogada como tú —levantó el sobre para que su padre pudiera verlo, y a continuación, se giró hacia mí sonriente—. Oli, ¿cómo te va?

—Podría estar mejor —me rasqué la nuca—. Como sea, felicidades por la prueba. Sé que te irá de maravilla.

—Muchas gracias. Y por cierto, hola, Alex... —Brianna dejó de hablar tan pronto como reparó en la expresión de furia plasmada en la cara de su madre, y empezó a retroceder—. Creo que mejor los dejo solos. Estaré en mi cuarto, por si me necesitan —dicho esto, se dio la vuelta y subió las escaleras dando grandes zancadas.

Alexandria suspiró con pesadez y apoyó la mano en mi antebrazo como gesto conciliador, a lo que mi suegro esbozó una sonrisa casi imperceptible. Al darse cuenta, su esposa le conectó un fuerte codazo en la boca del estómago, y este volvió a adoptar la expresión impasible que tenía hacía unos segundos.

—¿En qué estábamos? —la mujer cruzó los brazos—. Ah sí, en que embarazaste a mi hija.

—Así es, usted lo ha dicho —asentí.

—Pues, tengo la esperanza de que mi nieto salga a su lado materno —soltó una sonora carcajada—. No todo puede ser tan malo.

—Suficiente, será mejor que nos vayamos —sentenció mi chica, levantándose del asiento—. Tratamos de conversar como gente madura, pero cruzaste la línea.

—Alex, espera. No era mi intención...

—Muy tarde, madre. Nosotros nos largamos de aquí —replicó—. Y ni se molesten en llamar si no tienen nada positivo que decir —añadió antes de que abandonáramos la casa.


Canción: Rude

Banda: Sailias

Wolfhunt | Shining Awards 2017Donde viven las historias. Descúbrelo ahora