34-. El parto

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Mi corazón casi se detiene al escuchar aquellas palabras. El enfermero no parecía estar jugando, y por desgracia, esta era una situación de la que nos habían advertido durante el embarazo. No era lo común, pero tampoco se trataba de algo imposible.

—Los quiero a ambos —exclamé.

—Sé como se debe estar sintiendo, pero...

—¡Claro que no lo sabes! Me estás dando a escoger entre los dos seres que más amo en el mundo.

—Señor Hunt, el tiempo corre —el chico usaba un tono condescendiente que, lejos de calmar mi ira, la incrementaba—. Necesitamos una respuesta.

—A ella, sálvenla a ella —dije, dejándome caer de nuevo en el asiento. El enfermero asintió, se fue corriendo por el pasillo y desapareció de mi vista. 


Minutos después, el mismo sujeto volvió a acercarse, esta vez mucho más nervioso que la anterior.

—Señor Hunt, de verdad lo siento mucho —esquivó mi mirada—. La señorita Davenport ha perdido demasiada sangre. Lo más probable es que no sea capaz de recuperarse.

—Debes estar bromeando —tensé la mandíbula.

—Me temo que es cierto —negó con la cabeza—. Usted tiene la última palabra: o salvamos al bebé, o no salvamos a ninguno.

—Sálvenlo, por favor —fue lo único que pude decir, y antes de que me diera cuenta, el enfermero desapareció.


Transcurrió casi una hora. La sensación de impotencia me estaba destruyendo y no sabía qué hacer para mitigarla. Simplemente me limitaba a caminar de un extremo de la sala de espera al otro, preguntándome el por qué de todo esto. 

De repente, la doctora que había estado a cargo del parto se acercó a mí, y pude darme cuenta de que sostenía algo en brazos.

—Tu chica quiso que lo conocieras antes de ir a verla. Es un lindo varoncito. Le haremos un par de exámenes y luego podrás llevártelo a casa —dijo, entregándome al recién nacido—. Estaré al fondo del pasillo, por si me necesitas.

Era muy pequeño, casi del tamaño de mi antebrazo. Sus pequeños ojos azules me miraban llenos de curiosidad, intentando descifrar mi identidad. Tenía una piel nívea, al igual que su madre, y un suave cabello negro que contrastaba con ella. 

—Hola, pequeño —murmuré, esbozando una sonrisa—. Soy Oliver, tu papá —lo mecí en mis brazos por un rato, hasta que finalmente se quedó dormido. 

Podría haberme quedado allí de pie, contemplándolo en silencio durante horas, y asimilando que tan solo había bastado un instante para que ese ser tan pequeño se convirtiera en lo que más amaba en el mundo, y que, en efecto, yo había sido parte de la creación de aquella vida. No obstante, el tiempo apremiaba.

Le devolví el bebé a la doctora, y acto seguido, un enfermero me condujo a la habitación en la que se encontraba Alexandria y permaneció afuera para darnos algo de privacidad.

Alex estaba tendida en la camilla, apenas tenía signos vitales, y las sábanas mostraban manchas de sangre de tamaño considerable. El cabello le caía desordenado sobre la cara, su tez se había tornado pálida y no dejaba de sudar. 

—Nuestro pequeño es hermoso —dije, acariciándole el rostro con los dedos—. Seremos una hermosa familia feliz.

—Oli —tomó mi mano entre las suyas—. Ambos sabemos que no lo lograré.

—No estoy listo para renunciar a ti —bajé la mirada. No quería imaginar un mundo en el que ella ya no existiera.

—Quiero que me prometas una cosa.

—Lo que sea.

—Promete que harás lo mejor por nuestro hijo —sollozó—. Que pase lo que pase serán felices y seguirán adelante.

—Lo prometo —me mordí los labios para no romper a llorar—. Pase lo que pase, me aseguraré de que sea lo mejor para él —conteniendo las lágrimas, nos dimos un largo abrazo, y fue entonces cuando Alexandria murió. 


El bebé fue mantenido en observación por un par de días, los cuales pasé metido en el hospital a la espera de poder llevármelo, y fue durante una de esas esperas que mi vista se posó sobre un panfleto que yacía sobre el mostrador de la recepción. En él rezaba: "Adopta un niño, mejora su mundo".

En seguida, recordé la promesa que le había hecho a mi chica: hacer lo mejor para nuestro hijo. Si se quedaba conmigo, no tendría una madre que lo cuidara ni la infancia que se merecía, pero tampoco quería abandonarlo.

—Señor Hunt, Damon ha sido dado de alta —informó una enfermera rubia y regordeta, sacándome de mis pensamientos.

—Se lo agradezco mucho —asentí, al mismo tiempo que me guardaba el panfleto en el bolsillo trasero del pantalón.

—Por acá —indicó, para luego conducirme a la habitación donde se encontraba el recién nacido—. Un momento, por favor —entró, y tras un par de minutos, volvió con él dormido en sus brazos. Estaba envuelto en una manta blanca y lucía mucho mejor que la primera vez que lo vi.

La enfermera me lo entregó con cuidado de no despertarlo, y procedió a guiarnos hacia la salida del edificio.

—Que les vaya bien —nos dedicó una sonrisa y regresó a su puesto de trabajo.



Las semanas transcurrieron con rapidez, y la situación, lejos de mejorar, caía en picada. La ausencia de Alexandria me consumía gradualmente, como si junto a ella también se hubiera marchado una gran parte de mí. Y por otro lado, sin importar lo que hiciera, Damon no paraba de llorar. 

Varias veces lo llevé al hospital temiendo que estuviera enfermo, pero según los exámenes realizados, no tenía ningún problema de salud. Fuera lo que fuera, iba más allá de eso, y su llanto solo se detenía cuando no estaba despierto.

Un día, aprovechando que el pequeño descansaba, busqué aquel panfleto de adopción, y armándome de valor, marqué el número impreso en la parte de atrás. 

—Buenas tardes, servicio de adopción —se presentó una operadora al otro lado de la línea—. ¿En qué puedo ayudarlo? —antes de que pudiera contestar, Damon se despertó y comenzó a llorar. 

Me disculpé con la mujer, y luego de pedirle que me esperara un momento, fui al dormitorio. Saqué al bebé de su cuna y lo mecí para que se calmara, pero no tuvo efecto. Desesperado, caminé por la casa con él en brazos hasta que, de improviso, dejó de llorar. Me di la vuelta buscando lo que atrajo su atención, y noté que se trataba de una foto enmarcada de Alexandria. 

Lo acerqué a ella, y vi cómo estiraba sus manitos para alcanzarla. Dejé que la tocara, y para mi sorpresa, una sonrisa casi imperceptible se plasmó en su rostro.

—Es tu mamá —dije, sonriéndole de vuelta—. La mujer más hermosa que he visto en mi vida.

Recordé que había dejado a la operadora en espera, y volví al teléfono.

—Señor, ¿sigue allí? —preguntó la mujer.

—Hola de nuevo, lamento la tardanza... —dejé la frase a medias y miré a mi hijo. Sus ojitos azules estaban fijos en la fotografía de Alexandria, brillantes de emoción. 

Se me formó un nudo en el estómago, e inmediatamente supe lo que debía hacer. 

—Oh, Damon, no puedo dejarte ir —colgué la llamada—. Todo saldrá bien, pequeño, lo prometo.


Canción: Lullaby

Banda: Nickelback

Wolfhunt | Shining Awards 2017Donde viven las historias. Descúbrelo ahora