9-. Balas de Plata

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Habían pasado casi dos semanas desde que inicié el entrenamiento con Darwins y el progreso obtenido era considerable. Había podido llevar a cabo los tres tipos de transformaciones y los viajes astrales se me daban con muchísima más facilidad que antes, tanto que incluso llegué a realizar unos cuantos de forma accidental. Mi mentor también parecía estar bastante satisfecho, aunque seguía siendo obvio que solo colaboraba conmigo por ser una orden directa del Alfa. Y no podía culparlo, a nadie le gusta encargarse de los novatos.


Ya eran pasadas las doce de la noche. Nuevamente me quedé  leyendo hasta tarde y perdí la noción del tiempo. Inmediatamente, guardé el libro, fui a la habitación y me acosté junto a mi chica, tratando de no despertarla. Me acomodé boca arriba, cerré los ojos y me relajé. Era hora de hacer otro desdoblamiento de práctica. 

Centré toda la atención en cómo mis extremidades empezaban a dormirse, y en cuestión de pocos minutos, logré mi cometido. Entonces, pude observar mi cuerpo físico yaciendo junto al de Alexandria mientras que el astral flotaba a centímetros del techo de la habitación. Veía la misma escena cada vez que hacía esto, pero aún no terminaba de acostumbrarme. Bajé la mirada hacia mi abdomen y noté que ahí estaba el cordón plateado para evitar que mi alma se perdiera en este plano. 

De repente, sentí una fuerte ansiedad apoderándose de mí, y en seguida, salí en búsqueda de algo que pudiera calmarla. Atravesé las paredes de la casa hasta llegar a la calle, y a partir de ese punto, empecé a flotar sin rumbo fijo. 

A medida que iba recorriendo el camino, me di cuenta de que un edificio en particular llamaba mi atención: la biblioteca de la ciudad, donde trabajaba Alexandria. Había algo en esa construcción que pedía mi presencia a gritos, por lo que, sin perder tiempo, me desplacé hacia allá y entré atravesando el techo. 

Todas las luces estaban apagadas y solo se distinguía la silueta de algunos muebles, en su mayoría sillas, mesas y estantes llenos de libros. Un poco más al fondo, pegadas a la pared de ladrillo, se encontraban las computadoras de uso público, también apagadas. De improviso, escuché una voz masculina a lo lejos que, al parecer, sostenía una conversación con alguien más.

Me desplacé de un lado a otro para hallar su origen, pero no hubo resultado. El edificio solo contaba con un piso, así que la persona que buscaba no podía encontrarse allí, a menos que... ¡Por supuesto! Quizá existiera algún sótano o depósito subterráneo que desconocía.

Con suma cautela, descendí atravesando el suelo, y confirmé que, en efecto, mi teoría era cierta. Además, no solo había acertado con eso, también había dado con la ubicación secreta de la biblioteca de los licántropos.

Realicé una transformación primaria para agudizar mis sentidos, me escondí detrás del primer estante que encontré, y tras asegurarme de que podía escuchar la conversación sin inconveniente, permanecí en silencio y me dediqué a espiar. Inmediatamente, reconocí la voz del Alfa, pero no tenía ni idea de quién podría ser el otro sujeto.

—¿Estás completamente seguro de lo que dices? —preguntó el Alfa consternado—. Es peligroso jugar con algo así, podríamos sembrar el caos dentro de la manada.

—Lo vi con mis propios ojos —insistió el otro—, no hay forma de que haya sido una confusión.

—En ese caso, necesito saber todos y cada uno de los detalles. Luego tomaremos una decisión.

—Por supuesto, señor. Fue esta mañana alrededor de las diez...



Aeropuerto Internacional de Ottawa, Canadá 

10:23 am

Al igual que cada lunes en la mañana, Abraham Frost cumplía su jornada laboral. Se encargaba de llevar el control de quienes ingresaban al país y corroborar que todo estuviera en orden con su documentación y equipaje. No obstante, su trabajo se vio interrumpido con la llegada de un grupo de veinte hombres junto al personal de seguridad del aeropuerto. Estos últimos le indicaron a los demás pasajeros que se dirigieran a la siguiente salida y permitieran que quienes escoltaban completaran el chequeo reglamentario a la mayor brevedad posible. Sin más alternativa que hacer lo que se les pedía, la gente se vio obligada a ceder y desalojar la zona.

A Abraham no le cabía duda de que debían ser personas importantes, por lo que se limitó a seguir el protocolo y comenzó a revisar sus pasaportes, solo para darse cuenta de que todos y cada uno de ellos habían sido emitidos directamente por la Santa Sede. En estos, se solicitaba la máxima colaboración posible a las autoridades e incluso contaban con sellos y documentación de los que, en las décadas que llevaba en su puesto, Frost únicamente había oído hablar en algunas capacitaciones. Aun así, sabía perfectamente lo que significaban: mantener la boca cerrada, y si no encontraba nada fuera de lugar, dejarlos pasar.

Sin embargo, unas cuantas maletas contenían armas que ni siquiera se molestaban en ocultar del detector de metales.

—Señores, me temo que no pueden ingresar al país con armamento, debido a que las leyes... —dijo Abraham.

—Tenemos órdenes de arriba para permitirles la entrada con este tipo de objetos, Frost —lo interrumpió el jefe  de seguridad—. Si no hay más inconvenientes, por favor permite que escoltemos a los caballeros hasta su transporte.

—No hay nada más, señor —Abraham negó con la cabeza—. Les pido que me disculpen, desconocía que se hubiera dado esa orden.

—Está bien, errar es de humanos —respondió uno de los sujetos, forzando una sonrisa amigable, cosa que le dio un muy mal presentimiento a Abraham.

A continuación, el personal tomó el equipaje y condujo a los hombres hacia la salida. Quizá fueran simples diplomáticos que venían en representación del Vaticano, aunque había algo en ellos que no terminaba de encajar en la mente de Frost, quien no podía quitarles los ojos de encima. 

El hecho de que llegaran sin aviso, armados, y peor aún, desprendiendo aquel intenso olor a plata, no hacía más que encender las alarmas en su mente. Algo malo estaba por ocurrir...



Presente:

Una vez que el tal Abraham hubo contado su historia, tensé la mandíbula y un fuerte escalofrío recorrió toda mi columna. Si aquellos hombres eran tan peligrosos como para preocupar al líder de la manada, debía tomar precauciones para no caer en sus manos.

—Ciertamente es algo con lo que no debemos bajar la guardia. Podría tratarse de la nueva orden de los templarios, o incluso algo peor —afirmó el Alfa—. Así como también podría tratarse de una falsa alarma. Cientos de personas entran a Canadá todos los días, ¿por qué deberíamos preocuparnos por unos pocos?

—No son solo ellos, tengo entendido que en la noche llegarán más, y que durante el transcurso de la semana se sumarán otros cien hombres.

—¿Has pensado en que podrían haber venido para dialogar con el gobierno, o alguna otra entidad?

—Si de eso se tratara no necesitarían a tantas personas, y suponiendo que ese fuera su objetivo, ¿qué hay del olor a plata?

—Quizá transportaran relojes o joyas hechas de ese material.

—Eso fue lo que quise creer, pero su esencia era muy intensa como para tratarse de algo tan simple —declaró Frost—. Incluso podría jurar que detecté algo de pólvora, como si se tratara de...

—Balas de plata —intervino el Alfa—. Si es lo que creo, estamos metidos en un problema muy serio. Esos bastardos pudieron habernos rastreado hasta acá.

—¿Crees que debamos comentárselo al resto?

—Primero hay que asegurarnos de que sea cierto, no queremos sustos innecesarios.

—Tienes razón, William. Lo mejor será observarlos de cerca para descubrir qué están tramando.

—Esa será tu nueva prioridad, quiero que vigiles a todo aquel que provenga del Vaticano, averigües dónde se esconden y me lo informes de manera directa.

—Déjame ver qué puedo averiguar para mañana y...

—Un momento —el Alfa se llevó el índice a los labios para indicarle que hiciera silencio—. Hay alguien espiándonos —agregó, antes de salir disparado en mi dirección.


Canción: Aerials

Banda: System of a Down

Wolfhunt | Shining Awards 2017Donde viven las historias. Descúbrelo ahora