Capítulo 3: Sonrisa negra

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Tu desconfianza me inquieta, y tu silencio me ofende.

Miguel de Unamuno

    † † †


La tensión en el aire se podía cortar con un cuchillo. Me fijé en el aspecto de los extraños personajes que tenía a solo unos metros de a mí. Eran dos chicos y una chica, todos con el mismo aspecto tétrico.

El chico que parecía un poco más joven tenía una cara con pequeños rasgos infantiles, pero a la vez se veía que ya debía llegar a la edad adulta. Tenía el pelo alborotado, con el pelo hacia arriba dividido en varios mechones con puntas desiguales, sin llegar a ser rectas del todo; de un color castaño muy claro, anaranjado. No tenía rastro de vello facial, pero su altura compensaba su niñez. Vestía de forma rebelde, con una chaqueta de cuero hasta la cintura, seguido de unos pantalones ajustados con infinitas cadenas de acero brillantes colgando de ellos, acompañados de unas botas militares de un tamaño anormal, con hierro decorándola. Apostaría lo que fuera que la punta de esa bota tenía que doler si llegaba a patear a alguien.

A su lado estaba la chica. Parecía tener más o menos mi edad, unos diecisiete años, aunque parecía tener un carácter más duro que yo. Tenía el pelo negro y largo hasta sus hombros, con unos cortes muy simétricos y perfectos, igual que su flequillo violeta, terminado en triangulo. Con su abrigo largo tapaba su ropa, pero se le veían unas piernas delgadas envueltas de unas medias de rejilla algo rotas, y unas botas militares algo más sencillas que el chico más joven, pero teniendo unos elementos metálicos parecidos a su alrededor. Finalmente, llegué al rostro del último miembro del trío.

Ese chico era más alto que los otros, con una cascada de pelo negro cayendo desde su cabeza hasta su pecho. Tenía los ojos muy oscuros, parecía que se hubiera maquillado a conciencia para ello. Vestía de forma más elegante que los otros; una chaqueta de lana negra larga que le llegaba hasta las rodillas, unos pantalones ajustados a sus piernas, esbeltas, y unas botas militares por encima. Lo que me provocó un escalofrío fue su perilla, pequeña pero un poco larga en la barbilla, como el chico de la noche anterior. No le des más vueltas, Lyla. No seas estúpida. Se ve que es el mismo chico, pensé.

Todos tenían la cara muy pálida por una buena capa de maquillaje y sus labios eran de un negro intenso. En sus pechos, unas flores de color violeta rompían todo el conjunto negro que vestían.

El chico del pelo castaño anaranjado me miró furioso con sus intensos ojos color esmeralda, que le daban una mayor frialdad.

—Tú, mocosa. Lárgate de aquí. Un cementerio no es lugar para alguien como tú —amenazó el joven.

La rabia invadió mi cuerpo. Noté cómo mi temperatura aumentaba repentinamente, dándome ganas de quitarme la maldita chaqueta.

—Cállate, desgraciado. No sabes nada de mí.

Me salieron las palabras con fuerza al principio, pero al darme cuenta de cómo me defendía de alguien por primera vez, me vino el miedo, y empecé a tartamudear un poco, pero siguiendo defendiéndome de ese maleducado.

—Qui... Quiero que os vayáis de aquí. Vengo a este cementerio desde antes de que te dieras cuenta de que no tienes sesos bajo ese cactus naranja que llevas en la cabeza.

Al joven se le encendieron los ojos con mayor fuerza que antes. Vi que intentó avanzar hacia mí pero el otro joven se le adelantó y le detuvo con su brazo a modo de barrera.

—Cálmate, Alex —le murmuró con una voz suave.

La chica dio un paso hacia atrás. El tal Alex le miró unos instantes furioso. El que parecía un caballero le devolvió la mirada, sereno. Alex le apartó el brazo de un gesto algo grosero y volvió a su sitio, cruzando los brazos indignado. Su amigo le respondió con una agradable sonrisa. Se volvió hacia mí.

Retrum 3: Labios de Ébano [En corrección]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora