Capítulo 1. Apolo

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LA TENTACIÓN LLEVA AL HOMBRE AL PECADO

El día en que todo a mí alrededor empezó a tener y a carecer de sentido fue un 12 de Enero. Era un día gris, toda la pequeña ciudad estaba bañada por una niebla espesa y los coches estaban cubiertos de gotas de agua condensada. El olor a suelo mojado me era familiar, agradable. Yo disfrutaba de los días como ese, no hacía tanto frío ni tampoco estaba ese viento molestoso que te levantaba del suelo.

Estaba en clase de arte esperando al profesor. Me había costado muchas suplicas que mi madre me dejara elegir esa clase, puesto que, según la respetuosa y honrada Némesis Soiledis, mi futuro era ser abogado, médico o cualquier otra cosa que no me convirtiera en un vago que se cree intelectual —nombre por el cual ella denominaba a los artistas. En definitiva, quería un trabajo decente —sus términos, no los míos— para mí. Pero desde que era pequeño había sentido absoluta pasión por el arte, y al fin, tras años de promesas vacías, me había dejado elegir la optativa artística en mi penúltimo año de instituto. El profesor aún no había llegado y yo jugueteaba, aburrido, con los carboncillos frente al lienzo en blanco.

Frente a mí, al otro lado del aula, estaba ella. Desde hacía tiempo se había vuelto mi rutina el sentirme constantemente observado por una chica, Roxana, y sus rasgos centro-europeos que la convertían en alguien adorable a la vez que voraz. No voy a mentir, no me incomodaba, era agradable sentirse observado por una chica como ella, sin duda alguna subía totalmente mi débil autoestima.

—Buenos días, monstruitos —todos giramos el rostro hacia la puerta, allí estaba el profesor, entrando con una bufanda colgada del brazo.

Cyril Onasis era la única razón por la que, de algún modo, me arrepentía de entrar en la clase de arte. No lo soportaba, me agobiaba. Su carácter extrovertido me sacaba de quicio. No ocultaba su homosexualidad, a veces incluso simulaba ser afeminado cuando alguno de sus alumnos se burlaba de él. Siempre iba vestido con un chaleco azul, o verde, o negro, bajo el cual llevaba extravagantes corbatas y camisas. Nadie le decía nada, ni siquiera el director del instituto. Cyril había sido la imagen que dejaba al instituto concertado más importante de la región como tolerante y renovado, no como lo que era en realidad: religioso y chapado a la antigua. Pero para entonces yo creía firmemente que las estrictas normas de mi instituto eran la justas y necesarias para evitar problemas de gran envergadura, cuando en realidad no eran otra cosa que una forma de limitar las libertades que nos pertenecen por derecho.

—Hoy no os diré lo que debéis pintar —empezó el profesor, mirándonos a todos, excepto a mí. A mí nunca me miraba—, hoy os daré un tema amplio y pintaréis lo que os plazca, este trabajo será el cincuenta por ciento de la nota final.

Algunos alumnos bufaron y otros aplaudieron. Estaba claro que en este mundo había dos clases de personas.

—Los que habéis bufado replantearos si queréis ser artistas, la imaginación es la base, ¿sabéis? —Cyril suspiró como si ninguno de nosotros valiera la pena, como si malgastara su tiempo—. ¡Bien! El tema será la tentación.

En ese preciso momento levanté la mirada de los carboncillos y lo miré sorprendido.

—La tentación lleva a las personas al pecado, si no me equivoco —continuó hablando paseándose por la sala—, así que, alumnos míos, quiero que en vuestros inmaculados lienzos me plasméis aquello que os está tentando; aquello que os llevaría al pecado. Me da igual como lo hagáis, me da igual la técnica o los colores, por mí como si lo hacéis con tan solo carboncillo, quiero ver vuestros más oscuros secretos pintados en los lienzos, quiero que me griten sin decir una sola palabra ¿de acuerdo? Con sentimiento —todos asintieron menos yo—. Pues empezad, hoy os dejaré toda la hora para trabajar en ello.

BlasphemyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora