Capítulo 26. Eros

796 129 101
                                    

LA HORQUILLA DE HUME

Abrí el sobre por cuarta vez desde que había comenzado todo y ahí estaba: el cheque a nombre de Athan Soiledis que llegaba cada mes a nuestro nuevo y pequeño apartamento.

Según los médicos aquel sería el último mes. Después de unas últimas pruebas rutinarias mi madre podría salir de aquel centro y coger, de nuevo, la vida que había tenido que dejar atrás tras el accidente. Y aunque debería alegrarme, aunque era todo aquello que había deseado desde el principio, había algo —o alguien— al que temía ver por encima de todo.

En el sobre había también, como supuse que habría, una nota escrita a mano.

«No le he dicho nada a Apolo, aunque creo que tú tampoco. Se inteligente, Eros.

Att, A. S.»

Suspiré y decidí, por mi bien y por el de mi madre, la cual habría notado a leguas que no estaba bien, no pensar en ello. Mamá aún no había recuperado toda la memoria, no recordaba ni a Apolo, ni a Paris, ni todo aquello por lo que había pasado los últimos meses. Había sido una tortura tener que explicárselo de nuevo y ver su sufrimiento y dolor por segunda vez. Pero durante aquel proceso hubo algo que no quise decirle. Me avergüenzan las razones por las que no quise hacerlo, debo admitirlo. Incluso mi padre intentó hacerme cambiar de opinión; no lo consiguió. 

No hubo fuerzas suficientes que me llevara a explicarle a mi madre mi verdadera historia con Apolo. Era algo que aún no acababa de entender. Era como una estúpida forma de protección: si mamá no lo recordaba, yo tampoco, y de esa forma todo era más fácil para mí. 

Me había convencido de que Apolo estaría mejor sin mí pues, ¿qué le había estado aportando a su vida los últimos dos meses? Nada, no había conseguido decirle ni un simple y sentido te quiero. Yo no valía la pena y tenía que hacérselo ver. 

Lo intenté hasta que lo conseguí. 

Pensar en aquello me hacía querer llorar desconsoladamente. Hacía tiempo que ni siquiera era capaz de sonreír. 

Dejé el cheque sobre el montón de cartas de la encimera. Allí, oculta entre ellas, también estaba la carta de admisión en el nuevo instituto al que probablemente también asistiría Apolo. Él ni siquiera sabía que me había presentado, ni siquiera sabía que yo me había enterado de su cambio. Suponía que, en el fondo, una parte de mí quería recuperarlo. Pero me había dejado de hablar, se había dado por vencido después de mis negativas, una detrás de otra, cada cual más fría y cruel que la anterior.

Y sabía que Apolo no me odiaba, sabía que había continuado con su vida tal y como yo le había suplicado que hiciera en contra de lo que él sentía por mí; lo único que me consolaba era saber con certeza que lo había aliviado de mi fastidiosa carga. Porque, por mucho que él se empeñara en negarlo, por mucho que él jurara hacerlo por amor aquello no era justo y ambos lo sabíamos.

«Que no estemos juntos ahora, no significa que no lo podamos estar en un futuro». Aquel futuro había llegado a mí como un torrente inesperado pero para el que, a su vez, me había estado preparando las última semanas. Tenía miedo de lo que me encontraría al volver. Solo me asustaba eso, únicamente eso. El simple pensamiento de que aquel siempre se hubiera desvanecido me aterrorizaba. 

Me sentía atrapado en aquel trance de tristeza, melancolía y lamento. 

Mi madre estaba bien, mi padre estaba bien, su empresa estaba bien, pero yo me había quedado estancado ahí como si yo hubiera sufrido el accidente , como si el que hubiera tenido que aprender a vivir de nuevo fuera yo, como si el malo hubiera sido Apolo; como si todos tuvieran la culpa excepto yo. Y la realidad no podía estar más alejada de aquellas palabras.

BlasphemyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora