Capítulo 19. Apolo

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LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD

Mis dedos jugaban con la tela del pijama de Eros, al igual que los suyos daban suaves círculos sobre mi espalda. Estábamos en su casa, solos, y lo único que se sentía entre las cuatro paredes de la habitación era la lluvia rápida y densa que golpeaba la ventana.

Nos habíamos tumbado en cuanto nos hubimos cambiado la ropa mojada, y desde entonces seguíamos en la misma posición, ahí, inmutables; yo por ese miedo a que se fuera, él por el miedo a que yo cambiara de opinión.

Hacía apenas dos horas me preguntaba qué le diría al verlo, me mentalizaba para encontrar alguna forma de hablar con él, de hacerlo entrar en razón; y ahí estábamos, en la peor y mejor situación en la que podíamos estar. El teléfono de casa no dejaba de sonar, una, y otra, y otra vez; uno tras otro intento de ser localizados había sido ignorado. El móvil de Eros tampoco había dejado de incordiar hasta que él mismo lo había parado. No hacía falta saber de quién se trataba, ni sobre el motivo de esas llamadas. Era probable que yo tuviera unas cuantas más en mi teléfono.

—Me expulsarán unos días —susurré sobre su cuello, Eros se estremeció—. Y hablarán con tus padres.

Eros se separó de mí lo suficiente como para poder mirarme a los ojos. Su pulgar viajó hacia mis labios y los acarició suavemente.

—No hablemos de eso ahora —pidió, en sus labios adornó unas pequeña sonrisa, que junto sus ojos, observaban algo más allá de mi barbilla—. ¿Aún llevas esa tontería?

Sus dedos volaron hacia mi cuello, cogiendo entre su índice y su pulgar el colgante improvisado que, un día en la cafetería, había hecho con la anilla de una lata de refresco y una cadena de metal que antes había pertenecido a un propietario despistado. Cinco míseros días habían pasado desde entonces... joder, sí, cuan relativo podía llegar a ser el tiempo.

—Para mí no fue una tontería —contesté, prácticamente murmuré—. Nada de lo que hicimos y hablamos podré considerarlo una tontería.

Mis palabras parecieron afectarle, pues soltó el colgante y se alejó de mí, recostándose en el cabezal, ahora sentado. Lo imité, y sus ojos, tristes y desamparados, me observaron con arrepentimiento.

—Para mí tampoco lo fue, créeme. —Su mirada viajó hacia la mesilla de noche que descansaba justo a su lado; la abrió, y de ahí sacó un pequeño papel que identifiqué de inmediato. Mis mejillas se tiñeron de la más pura vergüenza—. E incluso con cosas como estas, siempre tuve la esperanza de que no lo fuera para ti.

No podía dejar de observar el papelito entre sus dedos, mi letra danzando de una de sus yemas a otra. Ese pequeño objeto era la prueba de lo crueles, malvadas y estúpidas que podían ser las personas.

Finalmente, y sorprendiéndome, Eros rompió en decenas de trozos el papel, lanzándolo por los aires con una bonita sonrisa triste. Algunos trozos cayeron sobre nuestras cabezas, sobre nuestros parpados, sobre nuestros hombros, pero la mayoría quedaron esparcidos por el colchón.

—Nos queremos y necesitaba hacer confeti con nuestros demonios para celebrarlo.

Tuve el impulso de decir que ojalá fuera tan fácil deshacerse de todo aquello que nos prometía un final poco feliz, pero callé. Estábamos en aquella burbuja, juntos, sin saber en qué momento todo acabaría, sin saber que pasaría a continuación; sin siquiera saber si al volver a casa mamá me estaría esperando para cenar o, simplemente, llorando en el salón con miles de palabras hirientes deseando salir de sus labios.

En lo más hondo de mi corazón sabía que sería la segunda opción, pero evité las intenciones de mi cebero de pensar en ello; en su lugar, alargué una de mis brazos y con suavidad quité un trozo de papel del negro pelo de Eros.

BlasphemyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora