Capítulo 4. Eros

1.5K 238 166
                                    

ÁLTER EGO

Hacía dos semanas que había llegado a aquel instituto y, muy a mi pesar, la persona más simpática que había conocido era Apolo Soiledis. Sí, un tío que ni me dirigía la palabra y que a dura penas me miraba por encima del hombre, era el ser más amable que había conocido en aquel lugar. No es que yo fuera la persona más agradable del mundo, pero por Dios, mis compañeros de clase no me dirigían ni un miserable movimiento de cabeza. 

Lo único bueno que podía sacar de esa situación era Cyril... aunque Apolo había enturbiado un poco nuestra relación. Sí, vale, en un principio me había atraído, pero era normal, era un hombre joven y guapo, pero... en fin, era un profesor, ni siquiera yo estaba tan loco como para empezar algo. Simplemente no podíamos hacerlo, él tenía mucho a perder y yo no quería acabar haciendo lo que el desagradable de Apolo había pensado que habíamos estado haciendo. De algún modo no quería darle más motivos para sospechar de nosotros. Por otro lado nos habíamos hecho buenos amigos, al fin y al cabo, le sucedía lo mismo que a mí: nadie en ese instituto se tomaba la molestia de conocerlo. 

La único novedad así relevante era que había estado recibiendo insultos de un grupito de hombretones de último año que pensaban que como el maricón que era no podía pegarles un buen puñetazo. Aún así no les había dado el placer de demostrárselo, me gustaba (y me costaba menos) ignorarlos. Uno de ellos se llamaba Paris, y parecía ser el perro alfa de la manada. 

Y, bueno, lo reconozco, aunque yo lo buscara discretamente, Apolo no me dirigía ni una sola mirada, no me hablaba, y si se cruzaba conmigo en el instituto cambiaba de camino de dirección; ni siquiera disimulaba. No me hubiera importado en otra situación, pero esa era diferente. Me sentía solo, no conocía a nadie y no soportaba la idea de querer pasar tiempo con él, pero ahí estaba, sentado bajo un árbol mientras lo observaba jugar a fútbol en la clase de educación física.

Ni siquiera entonces sonreía. Era el chico de 17 años más serio que había visto en mi vida.

Sabía que tenía algún tipo de rollo con Roxana, la rusa que iba con nosotros a clase de arte. No hacía mucho los había visto salir del baño discretamente uno detrás del otro, pero podía presuponer que tan solo era sexo: en clase la ignoraba. Sentía pena por la chica, su cara de decepción cada vez que la apartaba de su lado en público era dolorosamente real, y lo peor es que me jugaría un ojo a que él era completamente consciente. 

Sabía también que Roxana era considerada un puta. Así es como suelen llamar a las chicas que simplemente disfrutan con el sexo sin compromiso (o que están enamoradas de un gilipollas que las utiliza), según tengo entendido, y detestaba ambas situaciones por igual, detestaba que las personas se tomaran la libertad de etiquetar a una persona con tan poca información o que, simplemente, se creyeran con el derecho de llamar puta a una pobre chica que disfruta de su sexualidad. Era una jodida mierda. 

En definitiva estaba aburrido, muy muy aburrido, y eso provocaba que descargara mi exceso de energía mental en Apolo, el único compañero con el que había intercambiado más de dos palabras. 

Era guapo, atractivo, más bien, pero más allá de lo físico había algo en su mirada, algo que me impedía tratarlo como lo que aparentaba ser. Había miedo detrás de esa seriedad, había dudas, recelo, y sabía que en lo más hondo de su ser había un niño asustado, un niño como el que yo mismo había sido yo una vez. Esa clase de niño que sentía no merecer más que aquello que los otros le habían hecho creer que merecía, un niño que deseaba amar y ser amado aunque el resto de dijera que aquello no era posible. Y sentí pena por él, era tan fácil leerlo... Pero parecía que nadie en absoluto se había tomado la molestia de hacerlo. 

BlasphemyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora