Capítulo 16. Eros

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EL PRINCIPIO HOLOGRÁFICO 

He sentido hablar innumerables veces de aquellas decisiones cruciales que todos debemos tomar en algún momento de nuestra vida. Decisiones de vida o muerte en las películas, decisiones sensatas o impulsivas, decisiones en las que manda el corazón y no la mente. 

Yo no debí ocultarles a mis padres lo que me pasaba en el nuevo instituto, no debí decirles que los moratones de mi cara eran por una simple caída con la bicicleta.

No, probablemente no debería haberles mentido de esa forma. Pero ¿qué más podía hacer? Sabía lo que harían en cuanto se enteraran, lo sabía perfectamente, y me negaba rotundamente a mudarme de nuevo. Ya no. Tenía un motivo, uno solo, que era lo suficientemente importante como para evitar a toda costa que mis padres se enteraran. Y el miedo a perder ese motivo había provocado algo mucho peor: mis padres perdieron perdieron la pizca de confianza que tienen en mí. 

Mis esfuerzos por fingir que todo estaba bien, de llevar las notas más altas y continuar en mi promedio, se fueron al garete en cuanto vi el coche de mi padre aquella mañana. Ni siquiera el infierno que aguantaba en las clases desaparecía al llegar a casa. Ni siquiera un jodida sábado podía descansar, huir de todo aquello que soportaba por ser como era, por tomarme la libertad de vivir la vida que me pertenecía por derecho. 

Maricón Mitre, la misma letra que en la taquilla, el mismo color rosa; la misma impotencia retenida en mi corazón, en mi cabeza; la misma rabia acumulada en mis puños. Jamás olvidaré la mirada de mi padre, volviendo pocos minutos después de haber salido por la puerta para ir a trabajar. 

Las preguntas no tardaron en llegar. Papá me miró inexpresivo. Los tres estábamos en el salón, mis padres sentados en el sofá, yo en la butaca frente a ellos. Me sentía avergonzado, aunque sabía que no debía estarlo. Sentía como todo mi mundo se venía abajo, como la mirada apenada de mi madre desquebrajaba cada mínima fuerza residente en mí. Ante sus ojos volvía a ser ese chico de 15 años indefenso, confuso y débil que les había explicado, entre lloros, como lo trataban por haber besado a un chico en una fiesta, por haber hecho lo mismo que muchas personas en esa fiesta, solo que con la persona equivocada. 

Mis padres solo recordaban lo malo; no recordaban la tranquilidad que me había otorgado la libertad de no esconder quien era, tan solo recordaban como había sido, como había llorado, qué había hecho en el pasado. No los culpaba, incluso yo, a veces, era demasiado consciente de todo el mal que me habían (y me había) hecho. Pero que mis padres no intentaran superarlo como yo lo hacía me hacía perder mis propias esperanzas. 

—¿Desde cuándo? —preguntó papá. No me miraba, sus ojos estaban puestos en sus manos que se retorcían la una a la otra.

—Pocos días después de empezar en el insituto.

Mi madre jadeó y soltó una lágrima que se limpió con rapidez. Supe lo que había recordado, supe que en su cabeza habían llegado en oleada todas esas veces que había llegado muy cansado para cenar, pero sobre todo, esa vez que llegué con moratones por todo el rostro. Probablemente se culpaba por ser tan ingenua, por creerse mis mentiras aún sabiendo que su hijo era un tremendo mentiroso.

Se creía mala madre y me dolía que pensara así.

—Entonces, aquella vez en que... cuando... —mamá balbuceaba, pero supe lo que quería decir y asentí cabizbajo. 

Mi padre se llevó una mano a la cabeza y se recostó en el respaldo sofá. Sus gafas acabaron entre sus manos y su pelo completamente desordenado. 

—Debiste habérnoslo dicho —murmuró—. Debistes confiar más en nosotros, Eros.

—¿Y qué hubierais podido hacer? —dije, con la voz temblorosa—. La otra vez lo único que conseguisteis fue que las cosas empeoraran. Todo el instituto me odió. Además, he conseguido apañármelas solo, ya no me le molestan. 

BlasphemyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora